Me desperté con un peso extraño encima. Durante unos segundos no entendí nada, mi
cuerpo parecía atrapado bajo una manta densa y cálida. Parpadeé un par de veces, el sol
aún no asomaba del todo por las persianas cerradas, y el aire estaba cargado de ese aroma
a sueño compartido, a piel y a silencio. Entonces lo vi.
Mor estaba hecha un ovillo sobre mis piernas, con el hocico escondido entre las patas
delanteras y las orejas temblando levemente con cada respiración. A mi derecha, Carolina
dormía profundamente, abrazada a mi abdomen, como si su cuerpo buscara refugio incluso
en el sueño. Su respiración era pausada, tranquila. Tenía la frente pegada a mi costado, y
su brazo me rodeaba con una naturalidad que dolía un poco.
Me quedé quieto, sin atreverme a moverme, no por miedo a despertarlas, sino porque ese
momento... no quería que se acabara. Era perfecto. Tan jodidamente perfecto que me sentí
culpable por disfrutarlo.
Porque Carolina no quería esto. No quería esto conmigo. Y yo lo sabía.
Me volví a hundir en la almohada y cerré los ojos un instante, pero mi mente no me lo
permitió. Inmediatamente apareció Natalia. Su rostro, su voz de la noche anterior, los
reproches, la forma en que me perseguía con los ojos cargados de rencor y dependencia. Y
yo, como un idiota, había callado. No fui capaz de mirarla a la cara y decirle: “se acabó”.
Solo me fui. Huí. Como siempre.
Natalia quería volver a lo de antes. A lo de siempre. A verme como ese accesorio que la
acompañaba a fiestas, que se tragaba sus dramas y sus pastillas con una sonrisa fingida.
Lo que no soportaba era ver que me alejaba. Que había dejado de ser su satélite.
Pensé que me costaría más dejarlo. El tabaco, la mierda, las noches en vela... Pero no. Me
di cuenta de que si mantenía la mente ocupada, si llenaba el tiempo con otras cosas, el
cuerpo no lo pedía. Por eso ayer no volví a casa. Por eso terminé en el felpudo de Carolina.
Porque no podía encerrarme conmigo mismo, con todo ese ruido. Y porque, en el fondo, mi
cuerpo había ido donde se sentía a salvo. Aunque no fuera lo correcto. Aunque supiera que
no debía molestarla, que estaba con sus amigos, con su mundo... y yo, como siempre, lo
interrumpía.
Recordé entonces lo que me había dicho: que me había llamado mil veces. Estiré con
cuidado el brazo para alcanzar mi móvil en la mesita, tratando de no despertarla. Lo
conseguí. Mor ni se inmutó. Carolina tampoco.
Deslicé el dedo por la pantalla. Cientos de notificaciones. Llamadas perdidas, mensajes sin
leer. La mayoría eran de mi madre. Las siguientes, de Carolina.
Carolina: Simón, te estoy buscando. Por favor dime dónde estás.
Carolina: O que estás bien al menos...
Carolina: Pienso vengarme de ti cuando aparezcas, que lo sepas.
No pude evitar sonreír. Esa era ella. Capaz de preocuparse hasta el límite... y aun así
guardarse un hueco para la amenaza más dulce del mundo. Sabía que lo decía en serio.
Que me haría pagar por la angustia. Y aun así, me gustaba saber que se había molestado
tanto por mí.
Leí el mensaje de mi madre.
Mamá: Sé que estás con Car, cariño. Has hecho bien. Apóyate en la gente que
busca tu bien.
Tragué saliva. Qué injusto era con ella. Le había dado otro susto, otra noche sin dormir, otra
angustia sin sentido. Y aún así... me apoyaba. No sé qué hice para merecerla.
Los mensajes de Hugo eran otra historia.
Hugo: Tío
Hugo: ¿Dónde cojones estás?
Hugo: Video
Hugo: Esto te pasa por abandonarnos. Nat se apaña sola.
El video me hizo fruncir el ceño. Era Natalia. En una discoteca. Besando a un chaval que ni
siquiera conocía. Con ganas, además. Sin culpa. Sin pausa.
Me dolió. No voy a mentir. Me dolió porque ni siquiera me sorprendió.
Yo: Estoy seguro de que ayer lo pasasteis de puta madre :)
Hugo: ¿Te la suda?
Yo: Lo más grande.
Hugo: No sé qué coño te pasa, pero como no lo soluciones rápido, la vas a
perder.
No respondí. No lo merecía. Ni él, ni ella. Y en el fondo, ya lo había perdido todo hacía
tiempo. Lo que pasa es que no me había atrevido a admitirlo.
Miré a Carolina. A su pelo desparramado sobre la almohada. A cómo fruncía levemente el
ceño al dormir, como si soñara algo intenso. Me invadió una ternura que no sabía que podía
sentir. Y también miedo. Miedo de que ella no me mirara como yo la miraba a ella. Miedo de
que esto, este instante robado, fuera lo más cerca que estaría nunca de tenerla.
Necesitaba sacar la cabeza de ese agujero.
Así que, como un niño idiota, empecé a pincharla suavemente entre las costillas con mi
dedo índice.
—Eres idiota —bostezó Carolina, sin dejar de acurrucarse más contra mí.
—Buenos días, renacuaja —susurré con una sonrisa mientras la rodeaba con un brazo.
—Quiero dormir más... —murmuró entre quejidos.
Pero no la dejé. Empecé a hacerle cosquillas, suaves, insistentes, justo donde sabía que no
podía aguantarlas. El resultado fue inmediato.
—¡SIMÓN! —gritó entre risas, pataleando como una niña, con las mejillas encendidas como
tomates. Las pecas, que normalmente eran sutiles, parecían ahora un mapa vibrante en su
rostro. Reía, chillaba, se revolvía... y yo no podía dejar de mirarla.
Carolina siempre me había parecido guapa, pero hoy... hoy me fijé en cosas que antes no
había notado. O que había evitado notar. Sus labios, por ejemplo. No podía dejar de mirar
sus labios. Y eso me hizo sentir una punzada de culpa, porque sabía que no debía. No
conmigo. No así.
Me repetí mentalmente: Carolina no es para ti. Me lo repetí como un mantra, como un
castigo. Pero aun así, volví a mirarla.
—¿Te levantas siempre tan tocapelotas? —me dijo mientras salía de la cama con el pelo
revuelto y se ponía las gafas.
—Me he despertado con mal pie —confesé, sincero por una vez—. Me apetecía mucho
fumar algo... y necesitaba distraerme. No pensar en ello.
Ella dejó de andar, me observó por un segundo y sin decir nada, volvió a meterse en la
cama. Se acomodó a mi lado, me rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en mi pecho. Me
dejó sin aire. Quise congelar ese instante, vivir ahí para siempre. A veces, cuando uno ha
vivido tanto dolor, hasta lo más simple puede parecer sagrado. Su cabello me hacía
cosquillas en la barbilla. Su respiración rozaba mi cuello. Y yo quería sentirlo todo.
—¿Es por la discusión con tu novia? —preguntó en voz baja.
—Cotilla —me burlé, aunque no lo dije con malicia—. Sí... pero también, no.
Busqué mi móvil en la mesilla, lo desbloqueé y le tendí la pantalla. Le mostré la
conversación con Hugo. El vídeo.
Carolina no dijo nada al principio. Lo miró en silencio, con el ceño fruncido. Pasaron unos
minutos y entonces, como siempre, me preguntó:
—¿Puedo ser sincera?