Simón estaba muy guapo con su nuevo corte de pelo. Estaba feo decirlo porque se lo había
hecho yo, pero había que reconocerlo. Aunque, para ser sinceros, ya tenía práctica: solía
cortarle el pelo a mi hermano porque él nunca sacaba tiempo para ir a la peluquería.
Hoy llevaba una sudadera marrón y unas bermudas negras. Me sorprendió verlo con
pantalones cortos; siempre iba tapado hasta las cejas. Pero el día lo pedía: era uno de esos
días de otoño en los que el sol aún calienta. Yo también llevaba pantalones cortos, y los dos
aprovechamos los últimos rayos de sol para mojar los pies en la orilla. Simón estaba
tranquilo, más de lo normal, y no pude evitar pensar en lo mucho que habían cambiado las
cosas en apenas unas semanas.
Había unos cuantos surfistas en el agua, y Mor —mi perra— los observaba embobada,
como si quisiera meterse con ellos.
—Se me están congelando los deditos de los pies —me quejé, sacando los míos del agua—
. ¿Vamos a la arena?
Simón asintió en silencio, y caminamos hasta el centro del arenal. Mor nos seguía, cubierta
de arena hasta las orejas. Parecía una croqueta.
Empezaba a refrescar. Quizás no había sido tan buena idea vestirme como si estuviésemos
en julio. Incluso los surfistas se iban ya. Me planteé pedirle a alguno el neopreno para entrar
en calor, y como si el universo quisiera vacilarme, uno de ellos se acercó.
—¡Carolina! —exclamó Darío al abrazarme—. Últimamente te veo hasta en la sopa.
—Es lo que tiene volver al pueblo, que te encuentras con todo el mundo —le devolví el
abrazo con una sonrisa. Darío era guapísimo, de esos que parecen sacados de un anuncio.
Pelo rubio, mandíbula cuadrada, moreno natural... y simpático. Siempre había sido un buen
amigo, muy sociable, de carácter parecido al mío.
—Deberíamos quedar para tomar algo —sugirió—. ¿Una cerveza?
—Claro —le aseguré—, llámame cuando quieras.
Miré de reojo a Simón. Estaba atento a la conversación, demasiado atento, pero no dijo ni
una palabra mientras hablábamos. Cuando Darío se despidió, me dio un beso en la mejilla y
se fue.
—¡Mor! —llamé a mi perra para que viniera conmigo.
—Estás tiritando —habló por fin Simón, seco. Antes de que pudiera responder, se quitó la
sudadera y me la tendió.
—No hace falta, de verdad. Vas a pasar frío tú.
—No importa. Póntela —sentenció.
Su tono había cambiado. Más serio, más distante. No entendía por qué. Me fijé en el cielo.
El sol ya estaba bajando, tiñendo el horizonte de naranja y rosa. Nos sentamos en la toalla
para observarlo, pero en cuanto me acerqué, noté cómo Simón se tensaba.
—¿Qué te pasa? —pregunté al notar su reacción.
—Nada.
—Simón... te conozco desde los tres años. No puedes mentirme —le pinché con una media
sonrisa.
—No pasa nada —repitió, sin mirarme. Tenía los ojos clavados en el cielo.
Le observé en silencio. En manga corta, sus brazos llenos de tatuajes quedaban expuestos,
igual que su pecho cuando le corté el pelo. Si no tuviera siempre esa pinta de resacoso
permanente, probablemente sería la debilidad de muchas. Siempre había sido la mía.
Y me gustaba pensar que yo también lo era para él, por muy egoísta que fuera.
Entonces caí. Claro que sabía lo que pasaba. Era una idiota por no haberlo visto antes.
—Simón, mírame —le pedí. Giró lentamente el rostro hacia mí. Juraría que había tristeza en
sus ojos—. ¿Estás celoso?
—¿Por qué iba a estar celoso del surfista buenorro que va repartiendo besos? —bufó—. No
seas ridícula, renacuaja.
Me eché a reír. Su manera de describir a Darío me hizo gracia, pero también me enterneció.
Vi cómo fruncía el ceño aún más, lo cual solo me dio más ganas de seguir molestándolo.
Éramos así. Esa era nuestra zona segura: bromas, pullas, risas. Porque si no... si no
bromeara, tendría que pensar seriamente por qué Simón estaba celoso. Y mi cerebro no
estaba preparado para procesar eso. Él me lo había dicho una vez, que le gustaba. Pero yo
también había dicho que me gustaba Robert Pattinson, y no por eso iba a casarme con él.
—Es muy guapo, ¿no te parece? —dije con intención, tanteando.
Simón puso los ojos en blanco. Objetivo cumplido.
—Eso es porque no me has visto en mis buenos tiempos —respondió.
—Qué creído —me reí—. Aunque si estás guapo ahora... no me quiero imaginar en tus
“buenos tiempos” —hice las comillas con los dedos—. ¿Te estás sonrojando?
Me lanzó una mirada de esas que matan, pero yo no podía parar de reír.
—Qué mono, Simón.
—Para —me pidió, ya casi suplicando—. Deja de hacerme cumplidos.
—¿Por qué? —pregunté, sincera—. Si eres guapo, se dice y punto.
—Tú sí que eres guapa —susurró. Tan bajito que por un instante creí haberlo imaginado.
El corazón me dio un vuelco. Había recibido cumplidos antes, muchos. Pero nunca me
habían hecho sentir como eso. Como si fuera verdad. Como si viniera de alguien que me
veía, de verdad.
—¿Estás seguro? —intenté restarle importancia a lo que sentía—. Porque me has visto
pasar la varicela, vomitar ositos de gominola, y el desastre del corte de pelo en plan
champiñón que me hizo mi madre...
Enumeré un buen puñado de mis momentos más lamentables. Y aun así, él no apartó la
vista.
—La más guapa —repitió, esta vez más alto.
—Seguro que todos esos que me hacen ojitos también te lo han dicho.
Me acurruqué más contra él sin pensarlo. Estaba calentito, a pesar de la manga corta, y yo
seguía helada. Pero no era solo por el frío que no quería separarme. Simón tampoco
parecía tener prisa en que me apartara. Seguía mirándome. Sonreía.
Y qué pena que no lo hiciera más a menudo, porque le sentaba de maravilla.
—No me hacen ojitos —protesté—. Tampoco ligo tanto como tú te crees. ¿Quieres volver a
sacar el tema de los ligues?
Simón negó con la cabeza, pero se rió por lo bajo. Me gustaba nuestra dinámica de bromas,
esa ligereza que siempre nos salvaba. Pero también era nuestro punto débil: nunca
sabíamos hablar en serio. Por eso, cuando el Simón de doce años me dijo que babeaba por
mí, no me lo creí.
—Simón, ¿te puedo hacer una pregunta seria?
—Me estás asustando.