¿Qué demonios le pasaba a Carolina? Estaba rara. Tensa, distante, aunque intentara
disimularlo. El otro día, después de abrazarme —y fue ella quien dio el primer paso—, se
apartó de golpe, como si le hubiera dado un calambre. No entendía nada.
¿Y si se había cansado de mí? ¿Y si ahora que estoy mejor ya no siente que tiene que
estar pendiente? ¿Y si le molesta que me lleve bien con sus amigos?
Me llevé las manos a la cabeza, frustrado, y me obligué a calmarme. El viernes hablaría con
ella en serio. Ya no podía seguir adivinando lo que pensaba.
Pero por ahora, había otra persona en mi mente: Natalia.
Papá estaba trabajando y mamá había ido a ver a la abuela a la residencia. Estaba solo en
casa, así que le pedí a Natalia que viniera a hablar. Desde la última bronca, no había vuelto
a saber nada de ella. Supuse que estaría por ahí, disfrutando de su vida, tal vez
acostándose con quien le diera la gana... No podía culparla. Yo tampoco había sido
precisamente el mejor novio.
Lo cierto es que los dos nos habíamos acomodado a esta relación vacía, una rutina sin
sentido que ya no sostenía nada real. Era momento de enfrentar lo inevitable.
Me sudaban las manos cuando ella llegó pero aún así intente disimular mi nerviosismo lo
máximo que pude.
–¿Te has cortado el pelo? –fue lo primero que dijo al entrar–Estas guapo.
Empezábamos mal. Carolina me había repasado el corte de pelo el otro día en su casa. Me
gustaba cómo me lo dejaba, tenía buen gusto con esas cosas... y, lo admito, disfrutaba ver
cómo me lanzaba miradas mientras lo hacía. Tal vez yo no le gustara de verdad, pero mi
físico, al menos, parecía atraerle. Y con eso, de algún modo, me conformaba.
Pero tenía que centrarme. No era Carolina. Era Natalia.
—¿Vas a disculparte o pasamos directamente a la parte divertida? —dijo ella con una
sonrisa pícara. En su mano izquierda sostenía una bolsa llena de pastillas. Era una
tentación enorme, pero no iba a caer. Cerré los ojos, respiré hondo y me aferré a los
recursos que me había dado la psicóloga.
—No —respondí con firmeza—. A las dos cosas, no. Tenemos que hablar.
—¡Oh, venga, Simón! —gritó, perdiendo la paciencia—. ¿¡Vas a dejarme ahora, después de
todo lo que he hecho por ti!?
—Nat... —intenté explicarme, quería cerrar esto de la mejor manera posible.
—Ni se te ocurra —me cortó, con el tono más frío que le había escuchado—. Yo estuve ahí
cuando eras un fracasado, cuando nadie te quería. ¿Y ahora te crees importante por tener
un curro y un corte de pelo decente? —alzó la voz, ya completamente fuera de sí—. ¡Eso es
pura fachada, Simón! ¡Sigues siendo la misma mierda de siempre!
Me dolía. Me enfadaba que me tratara así, sí, pero sobre todo me dolía. Yo la había
querido. Puede que no fuéramos los mejores juntos, pero habíamos compartido años de
nuestra vida. También hubo momentos buenos.
Entonces me vinieron a la mente las palabras de Carolina, que últimamente no salía de mi
cabeza: "¿Hacéis algo más que salir de fiesta?"
—Nat, vamos... —empecé, con un intento de serenidad—. Los dos sabíamos que esto iba a
pasar tarde o temprano. Nos lo pasamos bien, sí, pero a mí ese rollo ya no me va. Fiesta
todos los días, perderme en cada noche y no recordar ni quién soy... ya no quiero eso.
Quiero quedarme con el recuerdo de lo bueno, no con este final lleno de gritos.
—Pues no me dejes, Simón —dijo ella, cortante, con un hilo de voz que aún dolía.
—Llevamos casi dos meses sin hablarnos —repliqué, con la frustración latiéndome en la
garganta—. ¿Qué creías que iba a pasar?
—Pues que te arrepentirías de ignorarme —me gritó mientras se apartaba el pelo del cuello.
Fue entonces cuando lo vi: una marca morada bajo la oreja. Un chupetón.
No era nada que no supiera ya. Hugo me lo había contado, incluso con detalles que no
pedí. Pero una cosa era saberlo, y otra muy distinta era verlo. Verlo dolía.
—Vamos, Nat... —señalé su cuello, sin poder evitarlo—. ¿Y qué? ¿Íbamos a fingir que no
te has acostado con nadie en estos meses?
—¿Y tú? —espetó enseguida—. ¿Te recuerdo que me dejaste tirada por irte con la rubia?
—No me estoy acostando con ella —me defendí, apretando los dientes.
—Pero te gustaría —me acusó con los ojos llenos de rabia—. Así que no te hagas el digno,
Simón. Si ella te hubiese dado la oportunidad, te la habrías tirado sin pensarlo, y mientras
seguías conmigo. No soy estúpida.
Solté un bufido, frustrado, cansado de dar vueltas sobre lo mismo.
—Esto no va a ningún sitio, Natalia. Lo siento. Si alguna vez necesitas algo, de verdad,
sabes que estoy aquí. Pero no quiero seguir con esto.
—Que te den, Simón —escupió con desprecio antes de dar un portazo que retumbó por
toda la casa.
Había decidido quedar con Natalia justo antes de la fiesta en casa de Carolina. No fue
casualidad. Pensé que, si hablaba con ella antes de estar rodeado de gente, tendría menos
tiempo para quedarme atrapado en mi cabeza, rumiando todo lo que se había dicho. O lo
que no se había dicho. En el fondo sabía que esa conversación me iba a dejar tocado, pero
no quería encerrarme en casa después, con la culpa rebotando por las paredes.
Cuando llegué, fue Carolina quien abrió la puerta.
Por un segundo, me quedé sin palabras. Estaba guapísima. Llevaba un vestido largo, con
los tonos cálidos del atardecer, entre naranja, coral y dorado, que se le pegaba a la cintura
como si hubiera sido diseñado para ella. Su melena rubia caía suelta, ligeramente ondulada,
y por primera vez desde que la conocía, no llevaba sus típicas gafas. Sin ellas, sus ojos
parecían aún más grandes, más claros, más... ella.
—¿Qué te pasa? —me susurró al verme, sin disimular la preocupación en su mirada.
—Problemas de mañana —le respondí con una sonrisa cansada, mientras me agachaba a
acariciar a Mor, que ya movía la cola a toda velocidad.
Dentro ya estaban Iván, Laura, Abraham y Abel. Todos bastante bien vestidos: camisas,
chaquetas, incluso zapatos arreglados. Por un segundo me sentí como si me hubiera colado
en el sitio equivocado, con mi sudadera con capucha y unos pantalones de deporte. Pensé
en dar la vuelta y largarme. Pero entonces Iván me hizo una broma, Laura me sonrió, y Abel
me ofreció algo de picar como si lleváramos meses sin vernos.
Me relajé.
Carolina apareció con un botellín de cerveza con limón en la mano y me lo tendió con una
ceja alzada.
—El único de la noche —dijo con tono serio, aunque en sus labios se asomaba una sonrisa
divertida.
Tiene muy mala leche para ser tan pequeñita. Siempre le había sacado, al menos, una
cabeza, pero ella era más valiente que yo, más directa, más firme. A veces me preguntaba
si no tendría un alma demasiado grande para caber en ese cuerpo tan menudo.