Te espero en el atardecer

CAPÍTULO 15 -CAROLINA

No estaba celosa. De verdad que no. Pero tampoco entendía por qué Emma se había
convertido, de repente, en la lapa personal de Simón.
Desde que había llegado, no se había despegado de él ni un segundo. Reía demasiado
alto, le rozaba el brazo con cualquier excusa y le miraba como si él fuera el único ser
humano en la habitación. Y Simón... bueno, él no parecía incómodo. Tampoco
entusiasmado. Más bien en ese punto neutro, donde uno no rechaza pero tampoco invita. Y
eso me jodía.
En un momento en que él desapareció —no sé a dónde, no sé por qué—, Emma se quedó
sola en la cocina, sonriendo como si hubiera ganado algo. No pude evitar acercarme.
—Ey, tía... córtate un poco, ¿no? Tiene novia —le solté, con una sonrisa tan falsa que me
dolieron las mejillas.
No me importaba una mierda su supuesta novia. Lo sabía. Lo sabía de sobra. Pero verla
ahí, coqueteando como si todo le perteneciera, me ponía de mal humor.
Era mi fiesta. Mis normas. Y una de esas normas, tácitas y no negociables, era: nada de
ligarse a Simón.
Me alejé sin esperar respuesta y volví al salón. Miré a mi alrededor y suspiré. Al menos
todos parecían estar pasándoselo bien. Abel y Abraham se reían a carcajadas en una
esquina, burlándose de algo que sólo ellos entendían. Las chicas charlaban y brindaban con
vasos de plástico decorados con rotuladores, como si volvieran a tener diecisiete.

Y, como siempre, Iván y Laura discutían acaloradamente sobre cualquier tontería, con esa
intensidad que sólo tienen los que están enamorados pero aún no lo admiten. Hacían ojitos
entre frase y frase, sin siquiera notarlo.
Todo parecía fluir. Todo menos yo.
Miré hacia la cocina. Hacia el pasillo. Hacia el baño.
¿Dónde demonios se había metido Simón?
Recorrí toda la casa disimuladamente, sin que pareciera que lo estaba buscando. Me
asomé al pasillo, a la cocina otra vez, incluso al baño. Nada. Nadie sabía dónde se había
metido. Al final, empujé suavemente la puerta de mi habitación, que estaba entreabierta.
Ahí estaba.
Sentado en el borde de mi cama, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida
en el suelo. Tenía los hombros caídos, como si llevara una mochila invisible cargada de
piedras. Me quedé en silencio unos segundos, observándolo. Parecía... roto. No como
antes, cuando todo lo suyo era caos y destrucción silenciosa. Esta vez había algo más
contenido, más resignado.
No me gustó nada.
Intenté aligerar el ambiente.
—¿Rebuscando en el cajón de mis bragas? —solté con una media sonrisa, apoyada en el
marco de la puerta.
Simón levantó la cabeza despacio.
—Ya te gustaría —respondió con un intento de sonrisa, pero su mirada decía otra cosa.
Hacía semanas que no le veía así. Esa expresión vacía, como si estuviera físicamente
presente pero mentalmente a kilómetros. Me cruzó una punzada en el pecho. Él había
estado mejor. Estaba mejor. ¿Qué había pasado ahora?
Entré sin pedir permiso, como siempre, y me senté a su lado en la cama. Ni siquiera bromeó
por lo cerca que estaba. Silencio. Sólo el leve murmullo de la fiesta desde el salón.
—¿Qué ha pasado? —pregunté en voz baja, casi como si no quisiera asustarlo.
Simón suspiró hondo, pero no contestó de inmediato. Sabía que me diría algo, tarde o
temprano. Él no era de explotar rápido, pero cuando lo hacía, lo hacía de verdad. Y por la
forma en que apretaba las manos, sabía que estaba conteniéndose.
Me quedé ahí, a su lado. Esperando. Y deseando que, fuera lo que fuera, no se cerrara en
banda otra vez.
Me quedé ahí, en silencio, esperando a que hablara.
Simón no era de soltar las cosas de golpe, y lo sabía. Pero esa mirada suya me tenía en
vilo, y no pensaba irme de ahí sin una respuesta.

—¿Qué ha pasado? —repetí, esta vez más seria.
Él se pasó las manos por la cara, como si eso pudiera borrar algo más que el cansancio.
—Nada importante. Chorradas.
Bufé.
—No me vengas con eso, Simón. Te conozco. No estás así por una tontería.
Me miró de reojo. Una mirada breve, casi culpable. Bajó la vista al suelo.
—He hablado con Natalia.
Mi estómago dio un pequeño vuelco, pero lo disimulé.
—¿Y?
—Y ya está —soltó, encogiéndose de hombros. Como si fuera así de fácil. Como si no le
doliera. Como si no le doliera todavía.
Le di un leve empujón con el hombro.
—No seas capullo. Suéltalo, va.
Se quedó callado un segundo más. Luego suspiró con fuerza, como si soltarlo le pesara
físicamente.
—Nos vimos antes de venir aquí. Necesitaba cerrar todo. De verdad. Sabía que no íbamos
a volver ni nada, pero... necesitaba decirlo en voz alta. Que se acabó.
Asentí despacio. No lo interrumpí.
—Y, bueno... me montó un numerito. Me gritó. Me soltó lo de siempre, que soy una mierda,
que sigo siendo un fracasado aunque me peine mejor —intentó reírse, pero le salió un ruido
seco, sin alegría—. Y luego me echó en cara que me gustas.
El corazón me dio un vuelco. Pero me obligué a no mover ni un músculo.
—¿Y le dijiste que no? —pregunté, sin saber muy bien por qué.
Simón me miró por fin, de frente. No con esa mirada vacía de antes, sino con una mezcla
de culpa, tristeza y algo más que no supe descifrar.
—No. Porque no sería verdad.
Se me secó la boca. No supe qué decir. Ni siquiera sabía qué sentir.
Simón volvió a bajar la mirada y se frotó las palmas de las manos con nerviosismo.
—Pero eso no importa. O sea, sé que tú... no. Y lo respeto.
Quise decir algo. Lo que fuera. Pero no me salieron las palabras. Solo estiré la mano y la
apoyé sobre su rodilla, en un gesto torpe, casi automático. Él la miró, pero no se movió.

En el fondo, lo que me aterraba no era lo que había dicho. Era lo que yo estaba sintiendo.
Teníamos que volver a la fiesta.
Yo lo sabía. Él lo sabía. Pero ahí estábamos, encerrados en mi habitación como si el mundo
se hubiera detenido.
Afuera, las voces y la música seguían, como si nada pasara. Como si no acabara de
decirme que le gustaba. Como si yo no estuviera helada, procesando.
Me obligué a reaccionar. Era mi fiesta. Mi casa. Mi gente. Y aunque todo dentro de mí
gritaba que me quedara ahí, sentada a su lado, digiriendo cada palabra, no podía seguir
quieta.
Inspiré hondo y forcé una sonrisa.
—Bueno... —empecé, poniéndome de pie despacio—. Creo que deberíamos volver. Eres la
estrella invitada, ya sabes, la novedad. Si desapareces demasiado tiempo, empiezo a recibir
preguntas raras.
Simón no se movió. Seguía con la cabeza baja, dándole vueltas
—Ey —me agaché un poco para que me mirara—. Sé que ha sido un día de mierda. Y no te
voy a obligar a que te pongas a bailar encima de la mesa ni a brindar con todo el mundo
como si nada, ¿vale? Solo... ven. Un rato. Estás entre amigos.
Él levantó la mirada, dudando.
—No sé si estoy de humor.
—Lo sé. Pero igual te viene bien distraerte un poco. Te prometo que Emma no se te va a
pegar más. Voy a dejarlo clarito. Puedes hablar con quien quieras sin tener una sombra
detrás todo el rato.
Simón soltó una risa floja. Muy floja, pero al menos era algo.
—¿Vas a protegerme de las fans?
—Obvio. Soy tu guardaespaldas personal.
Le tendí la mano.
—¿Vienes o te tengo que arrastrar?
Dudó un segundo más, pero al final asintió. Se levantó con un suspiro y, cuando sus dedos
rozaron los míos al tomar mi mano, sentí una chispa tonta que me apresuré a ignorar.
No era el momento. Ni para él, ni para mí.
Pero aún así, no solté su mano hasta que llegamos al salón.
El salón estaba en pleno apogeo cuando volvimos. Las luces tenues y la música suave
daban ese ambiente perfecto entre fiesta casera y reunión de amigos. Nadie parecía haber




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