Te espero en el atardecer

CAPÍTULO 16 -SIMÓN

A pesar del bajón emocional que había experimentado durante todo el día, algo dentro de
mí comenzó a recomponerse. Como si un hilo invisible me conectara nuevamente con el
presente, sentí que volvía a estar en sintonía con las personas a mi alrededor. Volvía a
formar parte de ese pequeño grupo de amigos, pero esta vez había algo diferente, algo
especial que me decía que este grupo sí valía la pena, que había un lazo genuino. La
sensación de pertenencia me reconfortaba, me devolvía la esperanza.
Con el paso del tiempo, las risas y las conversaciones fueron desvaneciéndose a medida
que cada uno de mis amigos comenzaba a marcharse. Pero antes de que todos se
dispersaran por completo, Emma, con su mirada siempre tan llena de calidez, me sugirió
que la acompañara. Iba a responderle, pero antes de que pudiera articular palabra, escuché
la voz familiar de Carolina desde el fondo de la sala.
–Tiene que ayudarme a limpiar –dijo con esa autoridad suave que solo ella sabía transmitir.
No me lo pensé ni un segundo. A pesar de que el cansancio me rondaba, no quería irme
todavía. No quería quedarme solo en mis pensamientos, atrapado en todo lo malo que
había sucedido ese día. Estaba seguro de que si me quedaba con Carolina, las cosas
tomarían otro rumbo. Ella tenía esa capacidad única de hacer que cualquier preocupación
se desvaneciera. Sabía que, con su presencia, no me dejaría hundirme en mis propios
miedos o tristezas. La simple idea de estar cerca de ella me llenaba de calma.
Así que, sin dudar, acepté. Sabía que era lo que necesitaba en ese momento. La compañía
de Carolina era mi refugio, y en esos instantes, no había nada que deseara más que seguir

el ritmo de su energía, saber que, al menos por un rato, no tendría que enfrentarme sola a
todo lo que había pasado.
Abel fue el último en marcharse aquella noche, como si no tuviera ninguna prisa o
simplemente no quisiera enfrentarse al silencio de su casa. Lo curioso fue que Iván y Laura
se fueron juntos, algo que dejó a todos con la boca abierta. Nadie lo esperaba. Inés, con su
tono de siempre entre irónico y sabiondo, no tardó en soltar su veredicto: “Ya era hora, hoy
les toca ese polvo de reconciliación que les hace más falta que el aire”. Lo dijo tan
convencida que parecía conocer los detalles más íntimos de su historia.
Yo, por mi parte, ni siquiera sabía que Iván y Laura habían sido pareja alguna vez. Me tomó
completamente por sorpresa. Intrigado, le pregunté a Carolina si sabía algo, si podía
explicarme qué había pasado entre ellos, por qué lo habían dejado. Ella se encogió de
hombros, como quien ya ha perdido el interés por un drama ajeno, y me respondió con una
media sonrisa: “Ni ellos mismos saben por qué rompieron”.
Cuando la mayoría de nosotros se ofreció a ayudar con la limpieza, la dueña de la casa, con
una sonrisa amable pero decidida, se negó. "No, no hace falta, lo limpiaremos nosotros",
dijo, y todos, algo sorprendidos, se fueron sin más. Así que comenzamos a recoger, pero,
aunque no lo dijéramos en voz alta, el ambiente estaba cargado de algo sutil pero palpable.
Había una tensión que no podía disimularse, una incomodidad que flotaba en el aire.
Mientras barría el suelo, mis ojos no podían evitar buscar a Carolina. La notaba distante,
más que nunca. Y aunque parte de mí sabía que esa distancia era culpa mía, no podía
evitar sentir que era un peso que debía cargar. No era algo nuevo para ella. Ya lo sabía,
desde hace tiempo, que me gustaba. No había sido una revelación reciente ni un secreto
oculto. Carolina estaba al tanto de mis sentimientos desde el principio, y tal vez por eso la
situación ahora me resultaba más difícil de manejar. Ella sabía lo que había en mi corazón,
y aun así, algo en su actitud me decía que no sabía cómo actuar, cómo lidiar con lo que
había sucedido entre nosotros.
Cada vez que nuestras manos se rozaban accidentalmente, o cuando estábamos
demasiado cerca el uno del otro, había un pequeño vacío entre nosotros, una barrera
invisible que se estaba haciendo cada vez más evidente. No era que no me respetara, ni
mucho menos, pero a veces sentía que su incomodidad iba más allá de lo que yo podía
comprender. Yo, por mi parte, había dejado claro que no intentaría hacer ningún
movimiento, que no iba a seguir insistiendo, aunque mi corazón quisiera gritar lo contrario.
No quería presionarla, no quería hacerla sentir que había algo más entre nosotros que lo
que ella estaba dispuesta a dar.
Después de todo, había sido ella quien había dado el primer paso, quien me había besado
aquella noche, y después, quien había prometido no volver a hablar de ello. Yo había
respetado su palabra, y aunque esa promesa me doliera un poco, no podía hacer más que
conformarme con el recuerdo de ese beso. Fue suficiente para mí, al menos por el
momento. Sabía que no volvería a suceder, y aunque en lo profundo de mi ser anhelaba
más, aceptaba la realidad: no podía forzar algo que no estaba destinado a ser.
Cuando terminamos de recoger y dejar todo más o menos en orden, no pude resistirme a
tumbarme en el sofá. Estaba agotado, física y mentalmente. Aun así, seguía sin querer

volver a casa. Sabía que debía hacerlo, que ya estaba de más, pero había algo en el
ambiente —o en Carolina— que me hacía quedarme un poco más.
—Me voy ya —murmuré mientras me incorporaba lentamente, como si las palabras pesaran
tanto como mi cuerpo.
—He bebido —confesó entonces ella—. No te puedo subir a casa.
Su voz salió baja, apenas un susurro, con ese tono suave de quien ya está en la cuerda
floja entre el sueño y la vigilia. También estaba cansada. Habíamos tenido una noche larga
los dos.
—No importa, pediré un taxi —dije al final. Había dormido en su casa un par de veces
antes, pero nunca después de ese beso, y eso, al menos para mí, lo cambiaba todo. No
quería incomodarla, ni obligarla a lidiar con algo para lo que quizá no estaba lista.
—Va, Simón, quédate —pidió ella con ese tono que mezclaba familiaridad y ternura—. Ni
que fuera la primera vez. Además, es tarde... o temprano, según cómo lo veas.
Dudé. La idea seguía pareciéndome arriesgada, pero, en el fondo, no quería irme. Estaba a
gusto allí. Demasiado cansado para discutir. Y de todos modos, Carolina siempre ganaba
cada discusión que teníamos.
—Está bien, pero me quedo en el sofá —dije mientras me acomodaba de nuevo,
hundiéndome en el respaldo.
Ella rió. Y en esa risa supe que había vuelto la Carolina bromista, la de siempre, la que
hacía que todo pareciera más fácil. Se acercó a mí y tiró suavemente de mi brazo, pero no
tenía fuerza suficiente para moverme.
—Venga, si sé que te encanta acurrucarte conmigo en la cama —bromeó, sin dejar de tirar
de mí.
Eso sí que podía manejarlo. Esa era nuestra dinámica desde siempre: el juego, la
complicidad, la ironía disimulando lo que no nos atrevíamos a decir. Pero aún así, vi algo
nuevo en sus ojos. Un brillo distinto. Algo que no había estado allí antes.
—¿Estás borracha? —pregunté sin pensarlo.
—¿Con dos cervezas y un cóctel sin alcohol? —rió—. ¿Qué clase de aguante crees que
tengo?
Hizo un puchero y puso esa cara de niña buena que sabía usar a la perfección. Al final, me
rendí. Me levanté y la seguí por el pasillo en silencio. En su habitación, me quité la sudadera
y los pantalones. Ella desapareció en el baño y volvió poco después con un pijama rosa
cubierto de fresas. Estaba preciosa. Siempre lo había estado, aunque los demás no lo
vieran. Yo sí lo vi desde que éramos niños. Pero ahora... ya no era una niña. Y además de
parecerme adorable, me parecía simplemente deslumbrante.




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