Me desperté con el brazo de Simón rodeando suavemente mi cintura. Aunque no quería
admitirlo ni siquiera ante mí misma, estaba muy cómoda. Demasiado. Su respiración era
lenta, pausada, como si estuviera profundamente en paz. Yo, en cambio, sentía justo lo
contrario. Dentro de mí se arremolinaban pensamientos, emociones, dudas... todo
mezclado sin orden.
Simón me gustaba. Eso era un hecho. Lo había intentado ignorar, racionalizar, incluso
enterrar bajo bromas y excusas, pero ya no podía fingir que no lo sabía. Me gustaba, y cada
vez más. Pero lo mío nunca habían sido las relaciones. No sabía cómo sostenerlas, cómo
no estropear algo tan frágil como el amor cuando apenas sabía cuidar de mí misma.
Y luego estaba él. Simón. Justo ahora, cuando parecía empezar a salir de su propia
tormenta. Venía arrastrando una mala racha, una de esas que te dejan con el alma hecha
trizas y la confianza colgando de un hilo. Lo último que necesitaba era que yo, con mis
inseguridades, lo confundiera aún más.
No quería que pensara que esto se trataba solo de deseo o de una noche impulsiva.
Nuestra amistad valía demasiado.
Simón se movió un poco, aún dormido, murmuró algo que no entendí y me abrazó con más
fuerza, como si supiera lo que rondaba mi cabeza.
Me levanté en silencio, intentando despejarme, alejando como podía los pensamientos que
amenazaban con instalarse otra vez. Me repetí que todo estaba bien así, que no tenía por
qué cambiar nada. Pero al moverme, inevitablemente desperté al susodicho que aún dormía
en mi cama. Ni siquiera había abierto los ojos cuando una sonrisa enorme se dibujó en su
cara.
Joder. Esa sonrisa me volvía loca.
Tenía que hacer algo con estos sentimientos antes de que me desbordaran por completo.
Necesitaba mantenerme en control. O al menos fingirlo.
—Buenos días —murmuró con voz ronca, aún a medio camino entre el sueño y la vigilia,
justo cuando Mor saltó sobre la cama y empezó a lamerle la cara con entusiasmo.
Traidora.
Desayunamos tranquilos, entre risas suaves y comentarios sobre la fiesta de anoche. Fue
agradable, como siempre. Natural. Sin tensiones aparentes, aunque por dentro yo iba
construyendo muros para no dejar salir nada que no debía.
Mientras fregaba las tazas, vi que tenía un mensaje de Laura. Me decía que no creyera todo
lo que el grupo estaba diciendo —al parecer, ya circulaban rumores de que ella y Iván se
habían acostado—. Me aseguró que simplemente la había acompañado a casa. Nada más.
Se lo comenté a Simón mientras recogíamos, y aproveché para decirle que esa noche
volveríamos a vernos todos en el bar. Estaba invitado, por supuesto. Aceptó con esa
facilidad que me desarma, como si cualquier plan conmigo ya fuese su plan favorito.
Lo llevé de vuelta a su casa. Necesitaba descansar un poco, y yo una ducha larga para
aclararme, literal y mentalmente, antes de volver a verle por la noche.
Más tarde, Abel escribió al grupo diciendo que él pasaría a buscar a Simón, así que nos
veríamos directamente en el bar.
Y así, como quien no quiere la cosa, el día siguió su curso... aunque dentro de mí todo se
estaba complicando.
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El bar estaba más lleno que de costumbre, con ese bullicio que solo ocurre cuando
coincidimos todos: Abel, Inés, Laura, Iván, Abraham, Emma, Simón y yo. Había música alta,
copas que iban y venían, risas sinceras y ese calor humano que se forma cuando, por unas
horas, todo parece estar bien.
Jugamos al futbolín, cómo no, y le gané a Iván, lo cual me alegró más de lo que debería.
Era muy competitiva, sobre todo con los juegos de mesa o cualquier cosa que pudiera tener
un ganador claro... y, sí, tenía muy mal perder.
Estaba bailando con las chicas, riéndonos sin pensar en nada, cuando un chico que no
conocía se me acercó. Alto, moreno, bastante guapo. No debía ser de por aquí. Me invitó a
una copa, y como no tenía una excusa lista, acepté. Empezamos a hablar. Era simpático, y
no hacía falta ser un genio para notar que estaba ligando conmigo.
No tenía ganas de flirtear, pero por un momento pensé que tal vez sería buena idea.
Distraerme. Pasarlo bien con alguien que no me hiciera un nudo en el estómago cada vez
que me miraba. Olvidarme, aunque fuera por un rato, de los sentimientos raros que tenía
hacia Simón.
Sentí la tentación de buscarlo con la mirada, de ver si me observaba desde la otra punta del
local donde charlaba con Abel e Iván, pero me contuve. Como si mirar fuera confirmar algo
que no quería enfrentar.
El chico —Manel, se llamaba— empezó a acercarse más. Ya sabía lo que venía. Puso su
mano en mi cuello y me besó. No sentí esa chispa eléctrica, ni ese cosquilleo en la piel.
Pero no me aparté. Le seguí el beso. Era fácil, sin complicaciones, sin historia previa ni
promesas implícitas. En cierta forma, eso lo hacía cómodo.
Cuando nos separamos, Manel sonrió y me propuso irnos juntos. Iba a rechazarlo, con
calma, sin drama... pero no llegué a abrir la boca.
Simón apareció a mi lado con la expresión tensa y la voz más firme de lo habitual.
—Ey, tío. Hola —dijo, con ese tono educado pero afilado como una navaja—. Me temo que
la chica no está interesada. Tenemos una partida de futbolín pendiente.
Me hervía la sangre. ¿En serio? ¿Así, sin más? Pero me contuve. No quería montar una
escena delante de todos. Manel se alejó sin hacer escándalo, y yo, sin mediar palabra,
agarré a Simón del brazo y lo arrastré fuera del bar. Necesitaba hablar con él. Sin testigos.
Sin música. Sin nadie que escuchara la discusión que estaba a punto de estallar.
—¿¡Pero de qué coño vas, Simón!? —le grité nada más salir al callejón junto al bar, con el
corazón latiendo como un tambor desbocado—. ¿Quién te crees que eres para decirle a un
tío lo que yo quiero o no quiero?
Él bajó la cabeza, arrepentido. Pero yo estaba ardiendo por dentro, y no pensaba parar ahí.
—Yo nunca te dije qué hacer con tu novia —continué, escupiendo cada palabra con rabia—.
Y eso que era una zorra. Una zorra, Simón.
—Lo sé —respondió simplemente, con esa calma suya que en lugar de apaciguarme me
encendía aún más.
—¿Crees que por tener sentimientos hacia mí tienes derecho a decidir con quién me
acuesto? —seguí, la voz temblándome por la rabia y el nudo en la garganta—. Sabes
perfectamente que tarde o temprano va a haber alguien que me lleve a la cama... y no vas
a ser tú.
Vi cómo esas palabras le atravesaban. Su expresión cambió, y aunque intentaba mantener
la compostura, sus ojos hablaban por él. Aún así, no dijo nada.
—Me quería acostar con él, ¿vale? —confesé, borracha de emoción, del alcohol, de todo—.
Quería un polvo sin ataduras, sin historias. Lo necesitaba.