Me desperté en mi cama con la luz filtrándose por las persianas, los ojos aún pegados por
el sueño y la cabeza embotada, aunque no por el alcohol. Era esa resaca emocional, la que
no se cura con agua ni café. Me tomé unos segundos para recordar cómo había llegado.
Abel. Claro. Me había traído a casa otra vez. Siempre al rescate. Le debía una.
Agradecí no haberme quedado con Carolina. Después de lo que pasó anoche, sabía que no
habría podido dormir en su casa sin volver a cruzar esa línea que ella no quería cruzar. Y
yo... yo no podía ser tan egoísta como para intentarlo otra vez.
Me quedé mirando el techo, intentando procesar todo. Estaba flotando en una especie de
nube rara, entre la culpa, la confusión y la euforia. Porque sí, aunque estuviera arrepentido
de cómo reaccioné, aunque supiera que me había pasado y que Carolina tenía razón...
también sabía que por ese beso habría hecho todo igual otra vez.
Verla con ese tío me descolocó. Supe en cuanto lo vi acercarse que algo dentro de mí iba a
estallar. No me contuve, y no estuve orgulloso de eso. No era mi lugar. Ella no era mía. Yo
era solo su amigo. Y como ella misma me lo dijo: tarde o temprano se iba a acostar con
alguien, y no iba a ser conmigo. Me dolió, más de lo que habría querido admitir.
Pero ese beso... ese maldito beso.
No había sido como el primero, aquel que compartimos casi por accidente. Este fue
diferente. Fue rabia, fue deseo contenido, fue dolor y ternura a la vez. Fue real. Tan real que
aún lo sentía en los labios.
Ella me apartó. Claro que lo hizo. Y tuvo razón en hacerlo. Me pidió tiempo, espacio. Me
recordó que los dos estábamos rotos, cada uno a su manera, y que eso solo podía acabar
mal si seguíamos empujando los límites. Yo lo entendí. Pero eso no hacía que lo quisiera
menos.
Me incorporé lentamente en la cama, con la cabeza llena de pensamientos y la boca seca.
Tenía que respetar su decisión, aunque me costara. Ella necesitaba que volviéramos a ser
“los de siempre”, los niños que se reían por cualquier tontería y compartían secretos sin
miedo. Yo no estaba seguro de si eso era posible. Pero si era lo que ella quería, intentaría
darle eso. A mi manera.
Solo esperaba que, cuando llegara el momento, si es que llegaba, pudiera volver a besarla
sin que ninguno de los dos se sintiera culpable después.
Por ahora, tocaba esperar. Y, con suerte, no cagarla más de la cuenta.
Bajé a la cocina todavía en pijama, con el pelo revuelto y cara de haber dormido a
trompicones. Mi madre ya estaba ahí, cómo no, preparando el desayuno con ese ritual suyo
de siempre: café cargado, tostadas y música suave de fondo, hoy tocaba Sabina. Me sonrió
al verme entrar, como si supiera que tenía algo que contarle. A veces daba miedo su
capacidad de leerme sin que abriera la boca.
—Buenos días, dormilón —dijo mientras dejaba una taza frente a mí—. Tienes cara de
haber soñado con alguien.
Me dejé caer en la silla y solté un suspiro largo. El tipo de suspiro que venía acompañado
de una historia.
—Algo así —respondí, dándole un sorbo al café—. Ayer pasó de todo.
—¿De todo de bueno o de todo de culebrón? —preguntó con una ceja levantada.
—Un poco de las dos —admití.
Ella se sentó frente a mí con su taza en las manos, cruzó las piernas como si se preparara
para una sesión de terapia y me miró con paciencia. Esa era la señal: puedes hablar, hijo,
aquí no hay juicios.
—Me volví a besar con Carolina —solté sin rodeos. Ya no tenía ganas de esconderlo.
Quería decirlo en voz alta, ver si al decirlo se me aclaraban las ideas.
—¿Volver? ¿Eso implica que ya había pasado? —preguntó sin perder la calma.
Asentí, clavando los ojos en la tostada que empezaba a quemarse en la tostadora.
—Hace unas semanas. Fue un beso. Confuso. Pero anoche fue distinto. Discutimos.
Bastante. Y luego... nos besamos otra vez. Esta vez con rabia, con sentimientos cruzados.
Y luego me apartó. Me dijo que no podía.
Mi madre no dijo nada durante unos segundos. Se limitó a sacar las tostadas y ponerlas en
la mesa con mantequilla y mermelada, como si los gestos simples ayudaran a ordenar lo
complejo.
—¿Y tú qué quieres, Simón? —preguntó al fin—¿Quieres estar con ella?
Me encogí de hombros.
—Sí. No. No lo sé. Es mi amiga, mamá. De toda la vida. Y ahora todo está... raro.
Complicado. Ella dice que no puede, que no quiere una relación. Que no está lista. Que no
quiere que nos hagamos daño. Y tiene razón. Pero cuando la beso, joder... siento que todo
lo demás da igual.
Mi madre sonrió con ternura. Esa sonrisa suya que mezclaba nostalgia y orgullo.
—¿Sabes qué es lo más difícil del amor? —dijo— Darse cuenta de que no basta con
sentirlo. Hay que saber cuándo dar espacio. Cuándo callar. Cuándo quedarse. Y cuándo
irse.
La miré, algo incrédulo.
—¿Tú crees que debería irme?
Ella negó con la cabeza, con calma.
—No. Creo que deberías quedarte. Pero no esperando nada. Quedarte como amigo, si
puedes. Si no puedes, entonces sí, tendrás que alejarte un poco. Porque si no puedes verla
sin desear besarla, y cada vez que lo hagas te vas a romper por dentro... entonces no es
justo para ninguno de los dos.
Me quedé en silencio. Ese tipo de silencio que se llena de pensamientos, de dilemas, de
posibles futuros.
—No quiero perderla —dije, bajito.
—Entonces cuídala —respondió mi madre—. Y cuídate tú también.
El pan crujió al romperse bajo el cuchillo. El café seguía humeando entre nosotros. Y en
medio del desayuno más común del mundo, yo me di cuenta de que, quizás, estaba
empezando a entender lo que tenía que hacer.
__________
Habían pasado un par de semanas desde el beso con Carolina, y aunque en persona no
habíamos vuelto a hablar del tema, manteníamos el contacto por mensaje. Conversaciones