Laura se quitó las gafas de sol y me miró con resignación mientras acariciaba a Mor en la
cabeza, como si necesitara apoyo emocional hasta de la perra.
–Fue solo eso, Caro. Me acompañó, nos tomamos una copa en mi casa y hablamos. Ya
está. No pasó nada... físico –aclaró rápidamente, aunque su rubor decía que sí pasó algo,
aunque fuera en otra dimensión.
–Pero pasó algo –dije con una ceja levantada.
–No seas bruja. ¡Tú también tienes secretos! –soltó, intentando cambiar de tema.
–No más que los tuyos –reí–. Pero vale, respeto tu silencio... por ahora.
Laura se dejó caer en la toalla con un suspiro largo, de esos que suenan más pesados de lo
que deberían para un día soleado junto al río.
–No sé qué me pasa, Caro. Últimamente siento que todos avanzan menos yo. Tú estás
ilusionada con tu nueva etapa, Emma planeando un viaje con su familia, Inés con sus
cosas, hasta Iván ha cambiado un montón desde que lo conocimos.
–¿Y tú crees que yo sé lo que hago con mi vida? –le dije sentándome a su lado– Estoy igual
de perdida, solo que lo disfrazó mejor.
Ella sonrió con tristeza, pero agradecida por la sinceridad.
–¿Y Simón? –preguntó con tono casual, pero yo la conocía demasiado bien para saber que
no era una pregunta inocente.
–¿Qué pasa con Simón?
–Nada, solo que no lo mencionas mucho últimamente. Después del beso... –dejó la frase
colgando, como si no quisiera meter el dedo en la llaga.
–Es que no sé qué decir. Fue un beso increíble, vale, pero también un lío emocional
enorme. No quiero hacerle daño, ni que él me lo haga a mí. Ahora estamos como si nada...
pero a veces me descubro buscando su nombre en el móvil sin motivo.
Laura me pasó el brazo por los hombros.
–Sabes que no tienes que tenerlo todo claro ya, ¿no? Puedes sentir cosas y aún así no
actuar en ellas. No tienes que resolverlo todo a la vez.
–Lo sé –asentí–. Pero a veces me gustaría ser una de esas personas que simplemente se
lanza sin pensar en las consecuencias. Como tú.
–¿Yo? ¡Si yo me agobio hasta para elegir el sabor del helado!
Ambas reímos. Mor volvió a zambullirse al agua como si el otoño no le importara en
absoluto y Emma gritó algo sobre que ya tenía hambre.
Me tumbé en la toalla y cerré los ojos un instante, dejando que el sol me calentara la cara.
Quizá no tenía todo claro, pero momentos como este me recordaban que no estaba sola.
Que aunque el camino fuese borroso, al menos iba acompañada de personas que me
querían, incluso cuando ni yo sabía hacia dónde iba.
Llevaba ya más de seis horas de turno, con la energía en reserva y las piernas protestando
en cada paso, cuando vi una silueta familiar entrar por la puerta del centro de salud.
Levanté la vista desde el mostrador y enseguida reconocí a Mónica, la madre de Simón.
Caminaba con el brazo envuelto en una toalla y ese paso rápido que solo las madres tercas
dominan, el que intenta restarle importancia a todo aunque vayan con medio cuerpo
vendado.
Me adelanté a recibirla.
—¡Mónica! —exclamé con sincera sorpresa—. ¿Qué te ha pasado?
—Ay, cariño, una tontería. Me he quemado con el maldito horno sacando el pollo. Nada
grave, pero ya sabes cómo se pone Diego... No ha parado hasta que me ha subido al
coche y me ha traído aquí —respondió con una sonrisa maternal y un gesto de “ya ves tú
qué drama”.
Fue entonces cuando reparé en él. Diego. El hermano mayor de Simón. Hacía años que no
lo veía y, si no fuese porque conservaba ese mismo aire tranquilo en los ojos, quizás ni lo
habría reconocido. Era más alto de lo que recordaba, llevaba el pelo algo más corto y las
gafas que antes nunca se quitaba habían desaparecido, sustituidas por una mirada directa,
serena.
—Vaya, Diego... —dije, sorprendida—. Estás muy cambiado.
Él sonrió, asintiendo levemente con la cabeza.
—Los años hacen lo suyo —respondió con una voz grave pero amable.
—Y tú qué guapa estás con el uniforme, Carolina —añadió Mónica, dándome un pequeño
golpecito con el codo sano—. Si es que pareces una doctora de serie de televisión.
—¡Qué voy a estar guapa! —me reí, haciendo un gesto hacia mi ropa—. Si parezco un
fantasma con este conjunto blanco entero.
Los tres reímos suavemente y el ambiente se volvió cómodo, casi familiar. Había algo
reconfortante en verlos juntos, como si todo se conectara con una versión pasada de mi
vida, una más sencilla. Me apoyé brevemente en el mostrador y volví a tomar el control de
la situación.
—Voy a avisar al médico para que te vea lo antes posible. Pasad a la sala de espera, en
cuanto os llamen te atenderán.
—Gracias, cariño. Y tú no trabajes tanto, que se te va a borrar la sonrisa de tanto estar aquí
metida —dijo Mónica mientras avanzaban hacia la sala de espera.
—Me alegra mucho verte, Diego —añadí con sinceridad.
—Igualmente, Caro —dijo él, suave, antes de girarse para seguir a su madre.
Me quedé observándolos unos segundos. Mónica hablaba sin parar, gesticulando con la
mano buena, y Diego asentía pacientemente, como si estuviese acostumbrado a ese
torrente de energía. Me llamó la atención lo diferentes que eran él y Simón. No solo
físicamente, también en presencia. Simón era impulsivo, emocional; Diego irradiaba una
calma extraña, casi contagiosa.
Volví a mi puesto, aún con una sonrisa ligera en los labios. No podía evitarlo. A veces, una
simple visita inesperada bastaba para sacarte del piloto automático. Y esa, sin duda, había
sido una de esas veces.
Esa noche, mientras me acurrucaba bajo las mantas y Mor ya roncaba a los pies de la
cama, cogí el móvil casi sin pensar. Marqué su número. No tardó ni dos tonos en contestar.