—Yo nunca me he vuelto loco por mi mejor amiga.
El que lo soltó fue Javi, el hermano de Carolina. Y lo miré como si me acabara de pegar un
puñetazo invisible. Sabía perfectamente que iba por mí. Bebí, claro, porque ya a estas
alturas, ¿para qué disimular? Él se echó a reír a carcajadas, encantado de haberse
delatado.
—Javi, déjate de chorradas —le reprendió Carolina con el ceño fruncido—. Es mi
cumpleaños.
A pesar del comentario, no podía odiarlo. Javi siempre me había caído bien, incluso con su
sarcasmo permanente. Era un tipo directo, sin filtros, de esos que dicen lo que todos
piensan pero nadie se atreve a soltar. A veces resultaba incómodo, pero otras...
simplemente acertaba en el nervio justo.
—Yo nunca he fumado un porro —dijo entonces Abraham, con su sonrisa habitual, como si
la frase fuese completamente inocente.
No lo decía por mí, lo sabía. Abraham era de los que vivían un poco al margen del pasado
del grupo, de mis errores, de los años oscuros. Pero aun así, dolió. Como si de repente
todos los focos me señalaran. Sentí el cuerpo tensarse, esa presión familiar en el pecho. No
me molestaba que recordaran que me gustaba Carolina —eso ya era más que evidente—,
lo que me jodía era que me recordaran quién había sido. Ese Simón que yo mismo estaba
intentando dejar atrás.
Abel, como siempre, fue el primero en notarlo. Tenía ese radar activado para leerme incluso
cuando yo me creía disfrazado.
—Bah, este juego ya aburre —dijo con ligereza—. ¿Y si jugamos a mímica o algo?
Carolina se levantó justo entonces.
—Empezad sin mí, voy a sacar a Mor un rato y luego me uno —dijo mientras acariciaba la
cabeza de su perra, que ya esperaba junto a la puerta.
Yo no lo dudé. Me levanté también.
—Voy contigo.
Nadie protestó. Nadie necesitaba hacerlo. Era como si todos supieran que ese momento
nos pertenecía.
Salimos fuera. Hacía fresco, de ese frío suave que se cuela por el cuello de la chaqueta y te
obliga a meter las manos en los bolsillos. El cielo estaba oscuro ya, apenas se veían las
estrellas, y un silencio tranquilo nos envolvía.
—Hoy nos hemos perdido el atardecer —dije, aludiendo a todas esas veces que lo
habíamos visto juntos, sentados en la arena, compartiendo silencios, y miradas.
—Qué pena —respondió ella, haciendo un puchero fingido que me hizo sonreír.
—Bueno... tiene solución —dije mientras sacaba una pequeña bolsa de regalo de mi
chaqueta y se la tendía—. Quería dártelo a solas.
Carolina la cogió, un poco sorprendida. Abrió primero el papel doblado que se veía a simple
vista. Era un dibujo hecho por mí: la playa, el cielo anaranjado, y nosotros dos sentados
sobre las toallas. Nuestro lugar. Nuestro atardecer.
Ella se quedó en silencio, y por un segundo temí haber hecho el ridículo.
—Jo, Simón... es precioso —susurró al fin, y me abrazó sin pensárselo. Su cuerpo tibio
contra el mío hizo que el frío desapareciera por completo.
—Sigue, que hay más —le dije con una sonrisa nerviosa.
Carolina rebuscó dentro y sacó la pequeña cajita. Al abrirla, encontró un collar sencillo, de
hilo oscuro, rodeado de pequeñas piedras de colores. Nada ostentoso. Solo algo que, al
verlo, me gritó su nombre.
—Lo vi y me recordó a ti. Ya sabes... siempre tan dulce, tan alegre. Como un arcoíris
andando.
Ella no dijo nada. Solo volvió a abrazarme, más fuerte esta vez, hundiendo la cara en mi
cuello.
—Gracias, Simón —murmuró—. Me encanta.
Y yo, mientras sentía su voz vibrar contra mi piel, supe que no necesitaba nada más.
Un par de horas después, la casa comenzó a vaciarse poco a poco. Algunos se despedían
entre bostezos, otros prometían quedar pronto. El eco de las risas aún flotaba en el aire. Yo
estaba ya recogiendo mis cosas, dispuesto a irme con Abel —nadie había bebido, todos
podían conducir— cuando la vi. Carolina. Llevaba puesto el collar que le regalé y tenía una
sonrisa que iluminaba más que las luces de guirnalda colgadas por la sala.
—Quédate —me pidió, sin pudor, sin rodeos. No le importó que alguien la oyera—.
¿Hablamos de una vez?
Dudé. No porque no quisiera, sino porque el miedo volvió a anudárseme en la garganta.
Tardé tanto en contestar que ella pareció asumir que mi silencio era un no.
—Luego te subo yo a casa, si quieres —insistió, y en su voz había una dulzura que
desarmaba. Sabía perfectamente que no podía decirle que no.
Antes de que Abel se marchara, Javi me interceptó en la cocina mientras recogía los últimos
vasos de limonada.
—Mi hermana es tonta —me dijo con una sonrisa torcida—. Si no se da cuenta de cómo la
miras, es que está ciega. Pero ya caerá.
Quise decirle que no, que su hermana no era tonta. Que ella lo sabía. Lo había sabido
desde hacía mucho. Lo que pasaba es que tenía miedo. Igual que yo.
Cuando nos quedamos solos, la casa pareció encogerse. El silencio se hizo más pesado.
Mor se tumbó a los pies de Carolina, como si pudiera percibir que algo importante estaba a
punto de pasar.
—No sé por dónde empezar —suspiró ella, mirando el suelo como si allí estuvieran las
respuestas—. Pero sé que tenemos que hablar, Simón. Aclarar las cosas. Porque si no lo
hacemos, toda nuestra amistad se va a ir a la mierda. De hecho, ya se está yendo.
—No es así —intenté defenderme, aunque la voz me temblaba—. Eres mi mejor amiga,
Caro. Mi ancla. Te dije que no iba a hacer ningún movimiento...
—Lo sé —me interrumpió ella con suavidad, viendo que me costaba mantener la
compostura—. Sé que no lo has hecho. Pero también sé que hay sentimientos aquí, por
mucho que los queramos evitar.
Me pasé la mano por el cuello, buscando algo a lo que agarrarme, algo que me diera
estabilidad.