¿Qué había hecho?
No podía dejar de preguntármelo mientras conducía, aunque la sonrisa que se me
escapaba cada dos minutos decía todo lo contrario. Me había dejado llevar, sí. Por la
emoción del momento, por todo lo que llevaba reprimiendo desde hacía tiempo. Pero no me
arrepentía de nada. Ni un poco. Esa mañana, después de repetir lo que había pasado la
noche anterior —más lento, más intenso— y recuperar fuerzas con unas tortitas
improvisadas que habíamos hecho entre risas, lo llevé a casa.
Simón iba apoyado contra la ventanilla, con cara de dormido feliz, y yo me sentía como una
adolescente saliendo de su primera cita. No sabía si alguna vez había sentido algo así. Una
mezcla de paz y vértigo.
Al llegar, Mónica salió a saludarnos con una sonrisa amable y los brazos abiertos.
—¡Pero si es Carolina! —exclamó—. ¿Te quedas a comer, no? No acepto un no por
respuesta.
No pude decirle que no. Me sentía parte de esa casa más de lo que me hubiera atrevido a
admitir nunca.
Durante la comida, todo fue tranquilo. Hablamos de temas cotidianos, me preguntaron por
mi trabajo en el centro de salud y por mis padres. Les conté que estaban de viaje
celebrando su treinta y cinco aniversario de casados, recorriendo la costa en su caravana
como dos eternos novios.
Entonces, los padres de Simón empezaron a hablar de la posibilidad de hacer un viaje
también, y fue ahí cuando noté algo. Un pequeño gesto, una mirada rápida de Mónica a su
hijo. No hizo falta que dijera nada: no se atrevía a dejarlo solo.
—Si al final se van, puedes quedarte en mi casa —le dije, mirando a Simón con una
sonrisa—. Así nos hacemos compañía, y tus padres se van más tranquilos.
—¡Es una buenísima idea! —saltó Mónica antes de que él pudiera abrir la boca—. Así
nosotros nos vamos sin preocupaciones.
Simón levantó las cejas, entre divertido e indignado.
—No soy un perro que dejas con un amigo cuando te vas de viaje, ¿eh?
No pude evitar reírme por la comparación.
—No, eres peor —me burlé—. Eres como una planta que hay que regar todos los días... y
que encima se queja.
Él me lanzó una mirada fingidamente ofendida mientras todos estallaban en carcajadas. En
ese momento, rodeada de esa familia que siempre me había hecho sentir bienvenida, supe
que algo estaba cambiando. Y, por primera vez en mucho tiempo, no me daba miedo.
Solo ganas de ver qué pasaba después.
Los días siguientes transcurrieron en una especie de burbuja que ninguno de los dos se
atrevía a pinchar. Había algo diferente en todo, pero también una familiaridad que lo hacía
más llevadero. Seguíamos siendo nosotros: las bromas, los silencios cómodos, las miradas
que hablaban sin decir palabra. Solo que ahora, había besos en la cocina. Caricias que se
colaban entre conversación y conversación. Una intimidad nueva, tejida con hilos que ya
estaban ahí desde siempre.
Simón empezó a pasarse más tiempo en mi casa. Al principio con excusas: que si Mor lo
miraba con cara de “ven a jugar”, que si se le había olvidado el cargador del móvil, que si en
mi nevera había más yogures que en la suya. Al tercer día, dejó un cepillo de dientes en mi
baño. Al quinto, ya tenía una muda de ropa en mi armario. No lo hablamos. Simplemente
pasó.
Las noches eran nuestras. Algunas veces veíamos películas que ya sabíamos que no
íbamos a terminar. Otras, hablábamos durante horas, de tonterías, de cosas serias, de
miedos, de sueños que todavía no habíamos confesado a nadie. Descubrí que Simón tenía
pesadillas a veces, y que cuando lo abrazaba por la espalda se le pasaban. Él descubrió
que yo dormía mejor si él me acariciaba el pelo hasta quedarme frita.
Mor, por su parte, lo adoraba. Él decía que era porque le daba trozos de su bocadillo
cuando yo no miraba, pero sabía que no era solo eso. Los animales notan las cosas, y mi
perra había decidido que Simón era casa.
Javi también notó el cambio. Un día vino a verme al trabajo solo para preguntarme:
—¿Estás bien? ¿De verdad bien?
Le sonreí.
—Sí.
—Vale. Pues ahora cuídame a ese idiota, que no sabe lo que tiene contigo.
—Lo sabe —le respondí sin pensarlo—. Lo sabe mejor que nadie.
Y sí, lo sabía.
El sábado siguiente, una semana después de mi cumpleaños, estábamos los dos en la
playa. No como antes. Ya no necesitábamos fingir que solo éramos amigos. Simón me
abrazaba por la cintura y yo apoyaba la cabeza en su hombro. El cielo se teñía de naranja y
violeta.
Unos días después, quedé con Laura para merendar y tomarnos un café. Hacía mucho que
no teníamos un rato a solas, sin prisas, sin el ruido de fondo de una fiesta, sin nadie más
interrumpiendo nuestras conversaciones con sus dramas o sus tonterías. Era una de esas
tardes templadas de principios de otoño, en las que el aire empieza a refrescar pero el sol
todavía se cuela con calidez entre las hojas que caen.
Nos sentamos en nuestra cafetería de siempre, la de las tazas enormes y los bizcochos
caseros. Pedimos lo habitual: café con leche para mí, té verde para ella, y un trozo
generoso de tarta de zanahoria que acabamos compartiendo porque, según Laura, “las
calorías entre amigas no cuentan”.
Me sostuvo la mirada con una ceja alzada en cuanto me vio sonreír sola mirando el café.
—¿Qué pasa? Tienes esa cara de “estoy escondiendo algo muy jugoso y quiero que me lo
saques con cucharita”.
Me reí, pillada.
—Es que... sí, ha pasado algo.
Laura se inclinó hacia mí como si estuviéramos a punto de planear un atraco.
—¿Qué has hecho, Carolina? ¿Te has liado con alguien? ¿Es Iván? ¿Es un desconocido?
Negué, riendo, y le cogí la mano para frenar su maratón mental.
—No. Es Simón.
Su cara pasó por todas las fases posibles de expresión humana: sorpresa, intriga, grito
contenido, emoción pura. Luego me soltó la mano y dio una palmada suave sobre la mesa.