Te espero en el atardecer

CAPÍTULO 22 -SIMÓN

Las cosas, por fin, empezaban a ir bien. Después de tanto tiempo sintiéndome perdido,
vacío o simplemente desconectado, algo había cambiado. Y lo más raro —o quizás lo más
bonito— era que me sentía feliz. De verdad. No una felicidad ruidosa ni exagerada, sino esa
calma extraña que aparece cuando sabes que estás rodeado de gente que quiere verte
bien. Gente de verdad. Como decía siempre mi madre, “rodéate de quienes suman, no de
quienes restan”. Por primera vez, sentía que lo estaba haciendo.
Seguía trabajando en el taller, y aunque al principio no era el trabajo de mis sueños, había
aprendido a valorarlo. Me gustaba sentirme útil, ver cómo con mis manos podía arreglar
cosas, construir algo real. Pero lo que realmente me ilusionaba era lo que venía después:
había vuelto a estudiar. Esta vez no porque “tocaba”, ni por obligación, sino porque lo había
elegido yo. Me había apuntado a un curso de tatuajes. Dibujar siempre había sido mi vía de
escape, mi forma de entender el mundo cuando las palabras no bastaban. Y ahora, por fin,
estaba apostando por convertir eso en algo más.
Tenía el cuerpo lleno de tinta, cada tatuaje con su historia, sus cicatrices, sus etapas. Me
gustaba la idea de que mi arte pudiera acompañar a otras personas en su piel, que pudiera
marcar momentos importantes, ayudarles a recordar o simplemente hacerles sentir bien
consigo mismos.

Por el momento, seguía en el taller y me sentía orgulloso de ello. No era algo pequeño. Me
levantaba cada mañana sabiendo que estaba construyendo algo, poco a poco, paso a paso.
A veces también echaba una mano en la tienda de mi padre. Era agotador, sí, pero también
gratificante. Sentía que estaba volviendo a conectar con mi vida. Que por fin tenía un
rumbo.
No todo era perfecto. Había días malos, dudas, miedo. Pero esta vez, en vez de
esconderme, me enfrenté a ello. Porque por primera vez en mucho tiempo, sentía que
merecía tener una vida que me hiciera bien.
Por otro lado, vivía en una nube con Carolina. Nunca pensé que algo tan sencillo como
compartir el día a día con alguien pudiera dar tanta paz. Pasaba más noches en su casa
que en la mía, y no me quejaba en absoluto. Al contrario, me encantaba. Su casa se había
convertido en una especie de refugio. Un lugar donde el ruido del mundo se apagaba y solo
quedábamos nosotros dos... bueno, nosotros dos y Mor, claro.
Mor, con su energía inagotable y esa manía de dormirse en los lugares más absurdos, se
había convertido en parte esencial de nuestra rutina. A veces me despertaba y lo primero
que veía era su carita peluda asomando por el borde de la cama, como si vigilara que
estuviéramos bien. Y Carolina, con su risa fácil, sus manos cálidas y su forma de mirarme
como si todavía no creyera que yo estuviera ahí, era todo lo que necesitaba para
mantenerme firme, para recordar que sí, que estaba en el camino correcto.
Pasar tiempo con ellos dos me hacía inmensamente feliz. No era una felicidad exagerada ni
llena de fuegos artificiales. Era más bien una calma constante, un hogar emocional.
Carolina me hacía sentir valioso. No por lo que tenía, ni por lo que hacía, sino simplemente
por ser yo. Y eso... eso era algo que nunca antes había sentido de verdad.
Con ella, el futuro no me daba miedo. Al contrario, me ilusionaba.
Sin embargo, no todo era tan perfecto como parecía. Los mensajes de Hugo empezaron a
llegar con más frecuencia. Algunos eran aparentemente inofensivos, con ese tono jovial que
usaba cuando quería hacerse el simpático: me invitaba a tomar algo, a hablar “como antes”,
como si todo lo que había pasado entre nosotros no hubiera dejado cicatrices.
Pero otros... otros eran distintos. Más turbios. Más oscuros. Mensajes en los que se le
notaba molesto, hiriente, incluso agresivo. No eran amenazas directas, pero sí tenían esa
carga de tensión que me ponía los pelos de punta. Me asustaba pensar en hasta dónde
podía llegar. Hugo no era alguien predecible. Y yo lo conocía demasiado bien como para
tomarlo a la ligera.
No se lo había contado a Carolina. No porque no confiara en ella, sino porque no quería
preocuparla. Porque me daba miedo que empezara a mirarme con lástima o, peor aún, con
miedo. Esta etapa nueva en la que por fin me sentía bien, acompañado, querido... no
quería que nada lo contaminara. Así que me lo guardé para mí, como si no pasara nada.
Como si no me afectara.
Pero cada notificación suya me hacía temblar por dentro. Y esa nube en la que vivía con
Carolina empezaba a teñirse, poco a poco, de una sombra que no sabía cómo espantar.

_____________
Hoy comía con mi madre. Había preparado lasaña de atún, su especialidad, y me había
invitado con esa excusa que ya no necesitaba. Carolina estaba trabajando. Estos últimos
días la habían cargado de horas extra en el centro de salud y apenas tenía tiempo para
respirar. Estaba agotada, un poco irritable también, pero incluso así seguía siendo ella.
Papá también estaba en la tienda, así que nos habíamos quedado solos.
La casa olía a comida casera y calma. Mamá estaba mucho más relajada. Lo notaba en su
forma de moverse por la cocina, en sus gestos más pausados, en el brillo que había vuelto
a sus ojos. Sus ojeras, esas que había llevado durante años como una herida abierta,
habían casi desaparecido. En su lugar, volvía a mostrar su sonrisa radiante, esa que
parecía llenar de luz cualquier habitación.
Me contó que había empezado a ir a pilates con Pilar, su mejor amiga. Iban juntas dos
veces por semana y, según ella, “tenían más coordinación que gracia”, pero lo importante
era que volvía a tener vida más allá de mí. Ya no tenía que estar siempre pendiente, ni en
alerta. Podía volver a ser ella. Y eso me llenaba de algo parecido al orgullo... o quizá al
alivio.
Mientras servía la lasaña en los platos, me miró con una sonrisilla traviesa.
–Últimamente ni se te ve el pelo –comentó mientras me pasaba una servilleta–. Pero me
alegro de que sea porque te estás quedando con Carolina. Siempre supe que acabaríais
así.
–¿Así cómo? –pregunté, sabiendo que lo hacía a propósito.
–Babeando el uno por el otro –dijo sin más, tan tranquila, como quien comenta el tiempo–.
¿Has vuelto a saber algo de Natalia?
Me lo esperaba. Sabía que en algún momento iba a surgir el tema. Me sorprendía, de
hecho, que hubiese tardado tanto en preguntarlo. Mamá odiaba a Natalia, aunque nunca fue
explícita al respecto. Jamás me pidió que la dejara. Solo repetía una y otra vez aquella frase
que ya me sabía de memoria: “Rodéate de gente buena, y aléjate de la que no lo es”.
–Sí –me limité a responder mientras partía otro trozo de lasaña.
–Qué escueto, hijo. Suelta algo más –dijo con una mezcla de paciencia y picardía.
Solté un suspiro y dejé el tenedor en el plato, sabiendo que no saldría de esa sin contar un
poco más.
–Me llamó poco después de que terminamos –confesé finalmente–. Supongo que pensó
que no iba en serio, que se me pasaría con los días. Pero no se me pasó.
Mamá asintió despacio, sin decir nada. Me observaba con esa mirada suya que lo ve todo
sin necesidad de palabras. Después, con mucho cuidado, como si midiera cada palabra
antes de lanzarla, me preguntó:
–¿Crees que tomaste una buena decisión?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.