Te espero en el atardecer

CAPITULO 23 -CAROLINA

No era justo.
Mi vida, por fin, parecía tomar un buen rumbo. Había empezado a construir todo eso que de
niña solo podía imaginar. Estabilidad, rutina, un sitio al que pertenecer. Lo había conseguido
con esfuerzo, con noches sin dormir, con jornadas maratonianas que nadie veía. Y de
pronto... pum. Todo desapareció.
Así. En un abrir y cerrar de ojos.
"Tu periodo de prueba ha terminado, Carolina, y ahora mismo no tenemos un puesto para ti.
Disculpa."
Eso fue todo. Ni un gracias. Ni un "lo hiciste bien". Solo una frase seca, vacía, que
sentenciaba semanas enteras de trabajo sin descanso. Semanas en las que di más de lo
que tenía. Me habían exprimido hasta dejarme vacía... y luego, simplemente, me
descartaron.
Sentía una rabia feroz, una impotencia que me apretaba el pecho. Me dolía la cabeza, los
hombros, el alma entera. Había sido injusto, y no podía dejar de repetírmelo. Me esforcé.
Me esforcé tanto. ¿Para qué? ¿Para que me desecharan como si nada?

El mensaje que le mandé a Simón fue seco, impulsivo, pero era lo único que pude decir sin
romperme: “Me han despedido.”
Cuando llegó a recogerme, no me dijo nada al principio. Solo abrió la puerta del coche y
esperó. Cuando me senté, me acarició la rodilla con suavidad, como si supiera que no
necesitaba palabras, solo sentir que no estaba sola.
En casa, me metí directamente en la cama. Ni siquiera me cambié. Me encogí como una
niña pequeña, y ahí, entre las sábanas, me deshice. Lloré durante horas. Sin contención.
Sin filtro. Como si con cada lágrima intentara sacar el peso que llevaba dentro.
Simón no se movió de mi lado.
No dijo frases hechas. No intentó animarme con mentiras. Solo me abrazó. Me sostuvo. A
veces me acariciaba el cabello, otras simplemente respiraba conmigo, en silencio. Y por
primera vez en mucho tiempo, me dejé cuidar.
Porque ese día me rompí. Pero no estuve sola para recoger los pedazos.
No hice absolutamente nada durante el resto de la semana.
Me convertí en una sombra de mí misma, encerrada en casa con la persiana bajada y el
corazón hecho trizas. Solo salía para pasear a Mor, y aún eso me parecía una tarea titánica.
Caminábamos por las mismas calles de siempre, pero todo se sentía más gris. Si algún
vecino me saludaba, apenas alzaba una ceja o gruñía por lo bajo. No quería hablar. No
quería explicar nada. No quería existir mucho, la verdad.
Simón se iba cada mañana al taller, y después al curso de tatuajes que tanto le ilusionaba.
Pero cuando volvía, su rutina era siempre la misma: dejar las llaves, cruzar el pasillo y
abrazarme como si quisiera recomponerme con los brazos. A veces me abrazaba tan fuerte
que creía que me iba a romper... pero en el fondo, ya estaba rota. Así que agradecía cada
intento.
No me decía que lo superara ni me presionaba para salir. Solo estaba. Y eso, aunque no lo
dijera en voz alta, me salvaba un poco todos los días.
La semana siguiente, después de varios mensajes ignorados, Laura apareció sin previo
aviso en la puerta de casa. Llevaba su portátil bajo el brazo, una libreta y una expresión
que no aceptaba excusas. Apenas me saludó antes de soltar:
—Hoy vamos a encontrarte trabajo, aunque sea fregando platos en Marte.
No supe si reír o llorar, así que hice un gesto con la mano y la dejé pasar.
Pasamos toda la tarde buscando ofertas, mandando currículums, haciendo listas. No
encontramos nada, claro. O al menos nada decente. Pero por primera vez en días, sentí
que mi mente se despejaba un poco. Me distraje. Me reí incluso, en algún momento, cuando
Mor se subió al sofá con la libreta de Laura entre los dientes y salió corriendo como si
acabara de atrapar un trofeo.

No solucionamos nada. No salí con un contrato nuevo ni con promesas. Pero por unas
horas, no fui solo una versión derrotada de mí misma. Y eso ya era mucho.
El viernes, Simón llegó con unas hamburguesas envueltas en papel grasiento y una sonrisa
que intentaba disimular el cansancio. Me hizo un gesto con la cabeza para que me acercara
al sofá y, sin decir mucho, puso una película cualquiera. Ni siquiera nos fijamos en el título.
Solo queríamos compañía, distracción... respirar un poco.
Era curioso cómo habíamos cambiado los papeles. Ahora era yo la que estaba en el fondo
del pozo, hecha trizas, mientras él se esforzaba cada día por sostenerme, como yo lo había
hecho antes por él.
Llevábamos un rato en silencio, las manos entrelazadas y la comida a medio acabar,
cuando me atreví a romper el hilo de pensamientos que me apretaba el pecho.
—¿Y si no encuentro trabajo aquí? —pregunté en voz baja, casi como si temiera que al
decirlo en voz alta, se volviera más real.
Simón me miró con esa expresión suya, esa mezcla entre ternura y seguridad que siempre
lograba calmarme.
—Lo harás —respondió, sin dudar—. Y si no... veremos qué hacemos.
—¿Vendrás conmigo? —No sabía muy bien por qué lo preguntaba. Tal vez necesitaba oírlo
de su boca.
—Al fin del mundo, renacuaja —dijo con una sonrisa torcida antes de abrazarme con fuerza.
Y, como si se hubieran abierto de nuevo las compuertas, me eché a llorar otra vez, sin
poder evitarlo.
—Me ha bajado la regla —confesé entre sollozos, como si eso lo explicara todo.
Simón rió bajito, y me acarició el pelo con paciencia.
—Estás llorona porque has tenido unos días de mierda, cariño. Y es normal. Pero no te
preocupes, porque vas a encontrar otro trabajo. Uno donde te valoren de verdad, como te
mereces.
—No lo sé... —susurré, sintiéndome pequeña otra vez.
—Claro que sí. Porque eres trabajadora, valiente, y siempre das lo mejor de ti. Solo
necesitas un lugar donde eso brille. Y te prometo que lo vas a encontrar.
No respondí. Solo asentí con la cabeza mientras me acomodaba en su pecho. Y con la
película olvidada en segundo plano, nos fuimos perdiendo en caricias suaves, besos lentos
y la certeza silenciosa de que, por muy mal que estuviera todo, nos teníamos el uno al
otro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.