Ver a Carolina reírse por fin, de verdad, sin esa sombra constante en los ojos, me hacía
inmensamente feliz. Sabía que no todo estaba solucionado, que probablemente mañana
volvería a venirse abajo —porque el duelo por un trabajo perdido también dolía, aunque
nadie hablara mucho de eso—, pero lo superaría. Porque era fuerte. Más fuerte de lo que
ella misma creía.
Encontraría otro trabajo, de eso no tenía ninguna duda. Tenía talento, energía, carisma... y
aunque ahora no lo viera, el mundo no tardaría en darse cuenta.
Cuando le ofrecí pagar los gastos a medias, casi me come con la mirada. Me soltó que
tenía ahorros de sobra, que era su casa y que ella los cubriría, aunque yo también viviera
allí. Que no me preocupara, que lo tenía controlado.
No discutí con ella. Solo asentí, medio rendido, medio orgulloso. Pero desde ese momento,
empecé a guardar ese dinero, a meterlo en una cuenta aparte. Para algún día. Para
nosotros. Para cuando pudiéramos comprar nuestra casa.
Me la imaginaba luminosa, con un jardín enorme, donde Mor pudiera correr y pegar saltos
como si fuera un conejo gigante. Y, por sorprendente que parezca, también me la
imaginaba con niños correteando por las esquinas, gritando cosas sin sentido, dejando
juguetes tirados por el suelo. Yo, que nunca había querido ser padre. No sé de dónde nacía
ese pensamiento... pero no era desagradable. De hecho, se sentía bien.
Después de un rato más de risas, decidimos que era hora de irnos. El aire helaba ya las
narices, y la calle empezaba a vaciarse. Nos despedimos entre abrazos, promesas vagas
de “mañana hablamos” y “tenemos que repetir esto pronto”.
Pero no todo fue tan tranquilo.
Cuando Iván, con esa mezcla de torpeza y ternura que le caracteriza, se ofreció a
acompañar a casa a Laura, casi se nos monta un espectáculo en plena acera. Abel y
Carolina empezaron a hacer ruiditos, silbidos y comentarios exagerados como si
estuviéramos en un reality.
—¡Que alguien traiga palomitas! —gritó Abel, fingiendo sacar una silla plegable de la
mochila.
—¿Os casamos ya o esperáis a la primavera? —añadió Caro, cruzándose de brazos y
poniéndose en modo madre entrometida.
Iván estaba rojo hasta las orejas. Laura bufó, pero no se fue. Solo se giró hacia ellos con
una media sonrisa.
—Madurad, por favor.
Y se fue caminando al lado de Iván, que le abría la chaqueta por si tenía frío.
Carolina me cogió del brazo con una risa traviesa, esa que me volvía loco, y echamos a
andar en dirección contraria.
—¿Tú crees que acabarán juntos? —le pregunté mientras caminábamos.
—O se matan o se lían. Lo típico —dijo sin dudar—. Pero al menos hoy, hemos ganado un
poco de calma.
Paseamos con calma hasta casa, sin prisa, como si el mundo se hubiera quedado quieto
solo para nosotros. Carolina iba agarrada a mi brazo, apoyando la cabeza ligeramente en
mi hombro. A pesar del frío de la noche, yo no lo sentía. Era como si su calor bastara para
mantenerme entero.
–¿Cómo estás? –preguntó de pronto, con esa voz suya que siempre suena a hogar. Sabía
perfectamente a qué se refería. No al cansancio, no a la noche. A lo de Hugo.
–No estoy seguro... ha sido demasiado –confesé, sin filtros.
–¿Estabas enfadado porque te molesta que se sigan acostando? –preguntó con cuidado,
pero noté ese deje de inseguridad que a veces asomaba cuando se sentía vulnerable.
–No –respondí al instante, con más firmeza de la que esperaba de mí mismo–. Estoy
enfadado porque confiaba en ellos. Porque me mintieron. Porque me usaron cuando estaba
roto. No por lo que hacen entre ellos ahora.
Ella no dijo nada. Solo se acurrucó más fuerte contra mí, como si eso bastara para curarme.
Y la verdad, en parte, sí lo hacía.
–Además –añadí con una sonrisa ladeada, buscando aligerar el ambiente–, me da igual si
se acuestan. Porque yo con la que tengo pensado acostarme es contigo nada más cruzar el
umbral de casa.
–¡Simón! –me regañó entre risas, fingiendo indignación, aunque el rubor en sus mejillas la
delataba.
–¿Te he dicho que esos pantalones te hacen un culazo impresionante?
Ella estalló a reír, la risa limpia, de esa que suena a alivio después de semanas de tensión.
Y yo, como un idiota, me reí con ella, feliz simplemente por verla así.
Todo el camino de vuelta fue como caminar sobre nubes, con el peso del pasado cada vez
más atrás y el presente brillando delante de nosotros.
Y cuando llegamos a casa, cumplí mi promesa. La besé apenas cerramos la puerta, como si
el mundo se acabara ahí mismo. No fue una urgencia salvaje, sino una necesidad suave,
paciente. Le acaricié el rostro, le quité la chaqueta con cuidado, como si fuera algo precioso.
Nos desnudamos entre caricias y risas, entre susurros torpes y miradas cómplices. Nada
dolía. Nada asustaba.
Solo ella. Solo yo. Solo ese momento.
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Unos días después, fui a mi estudio de tatuajes de confianza. Fernando ya me conocía bien,
había sido el artista detrás de cada dibujo que llevaba en la piel. Cada línea suya me
recordaba un momento, una versión anterior de mí. Hoy quería sumar uno nuevo, algo más
íntimo.
Le había dado muchas vueltas. Lo había soñado, incluso. Pero esa mañana me desperté y
supe que era el momento.
Fernando trabajó con paciencia, como siempre, mientras charlábamos sobre el curso de
tatuajes que estaba haciendo. Me habló de cómo había empezado, de los errores que aún
recuerda en su piel sintética y de lo mucho que disfrutaba enseñar. En algún momento,
mientras limpiaba la aguja, me dijo:
—Cuando estés más seguro, puedes venirte algún día y probar aquí. Tenemos clientela, y
si te mola, podrías hacer algo de práctica real.
Casi me da un infarto de la emoción, pero intenté contenerme como un adulto funcional.
Aún me quedaban horas de piel sintética y muchísima práctica, pero que alguien con tanto
talento creyera en mí... me hizo temblar un poco las manos.
Cuando terminó, me acerqué al espejo, me levanté la camiseta y lo vi.