Habíamos pasado la Nochebuena con mi familia y con Carolina. Fue una velada tranquila,
entre risas, comida casera y esa sensación cálida que solo se da cuando estás rodeado de
gente que te quiere. Carolina encajaba perfectamente con todos; verla así, tan natural entre
los míos, me hizo sentir más afortunado que nunca.
Pero hoy era distinto. Era el último día del año, y antes de nuestra esperada fiesta con el
grupo, habíamos ido a cenar con sus padres, Javi y su novia, María. A diferencia de la
soltura con la que ella se movía entre mis padres, yo no tenía esa relación cercana con los
suyos. No es que fueran fríos ni distantes, al contrario, eran educados y agradables, pero
había cierta barrera invisible que me costaba atravesar.
Iba algo incómodo, no voy a mentir. El traje no ayudaba. No era que me quedara mal,
simplemente no era yo. Me sentía un poco disfrazado, como si estuviera interpretando un
papel para encajar, y eso me tensaba sin querer.
Carolina, como siempre, lo notó. Me apretó la mano por debajo de la mesa, en ese gesto
suyo que decía “tranquilo, estás bien, estás conmigo”. Y solo con eso, el nudo en el
estómago se aflojó un poco.
Javi, el hermano de Carolina, fue el primero en romper el hielo mientras cenábamos, como
solía hacer.
—Oye, ¿qué tal vas con el curso de tatuajes? —preguntó con media sonrisa, con ese tono
de hermano mayor curioso, pero sin mala intención.
—Muy bien, la verdad —respondí, animándome—. Mi amigo Fer, el del estudio donde me
tatúo, me ha dicho que cuando esté más suelto puedo empezar a hacer algunos allí.
—¿Vas a compaginarlo con el taller? —preguntó María, su novia, mientras cortaba su
lasaña con elegancia.
—Sí, por ahora sí. Lo de los tatuajes sigue siendo un hobby, pero me encantaría convertirlo
en algo más con el tiempo.
Julia, la madre de Carolina y Javi, frunció un poco el ceño y soltó, casi sin pensarlo:
—Yo nunca he entendido eso de mancharos la piel.
Carolina suspiró bajito, como quien ya se esperaba el comentario, pero antes de que el
silencio incómodo se asentara en la mesa, Adolfo, el padre, intervino con una pequeña
sonrisa.
—Pues yo tengo un par.
Julia lo miró de reojo con una ceja arqueada, pero él ya se estaba remangando la camisa.
—Me tatué el nombre de mis hijos —explicó, señalando primero una muñeca y luego la
otra—. Javi y Carolina. Fue cuando nacieron.
Me incliné un poco para verlos mejor.
—Es muy bonito —dije con sinceridad, sin necesidad de adornarlo. Lo era.
Carolina lo miró con una mezcla de ternura y orgullo.
—Nunca me acordaba de que los tenías...
—Porque no los enseña a menudo —intervino Julia, aunque esta vez sin juicio, más bien
con resignación—. Yo me pasé el embarazo diciéndole que se le iba a pasar la tontería.
—Y aquí están, desde hace más de veinte años —contestó Adolfo, orgulloso, dándole un
sorbo a su copa.
—Javi, ¿por qué tienes esa cara? —preguntó Carolina de pronto, entrecerrando los ojos al
ver a su hermano más pálido que de costumbre.
—Joder, Caro, tú siempre tan bocas —se quejó él, removiéndose en la silla como si lo
hubieran pillado robando postre—. Quería daros una noticia, pero claro, sutilidad la tuya,
cero.
—¿Estás embarazada? —disparó Adolfo mirando a María con una ceja arqueada, tan serio
que por un segundo nadie supo si era broma o no.
—¡Será broma! —exclamó Julia, tajante, con el tono de quien ya está pensando en el
apellido doble y en la falta de estabilidad laboral de los jóvenes.
María se cubrió la cara con las manos, muerta de vergüenza, coloradísima. Yo traté de
contener una carcajada, y Carolina no lo logró.
—¡Pero bueno! —protestó Javi con las manos en alto, indignado y divertido a partes
iguales—. ¡Qué intensitos sois todos! ¡No, no estamos embarazados, tranquilos!
Hizo una pausa dramática, esa que claramente había estado ensayando, y luego soltó:
—Nos casamos.
Silencio.
Luego un grito medio chillado de Carolina:
—¡¿Quééé?!
Julia se atragantó con el vino, Adolfo soltó una risa sonora, y yo no sabía si aplaudir o
buscar la tarta de celebración. María seguía sin levantar la cara.
—Pero... ¿cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde? —Carolina lo ametralló a preguntas como si acabara
de descubrir que su hermano era un agente secreto.
—En primavera, algo íntimo, nada grande —aclaró Javi rápidamente, alzando las manos
como escudo—. Y sí, claro que estáis invitados. Bueno, tú —me señaló con una sonrisa—
si sigues aguantando a mi hermana para entonces.
—¡Ey! —protesté riendo.
—¿Y lleváis ya fecha? —preguntó Julia, que había pasado del susto al modo organización
de bodas en segundos.
—Casi, ya lo hablamos con María, pero queríamos contároslo hoy, con calma.
Carolina se levantó para abrazarlos a los dos, y por primera vez en toda la noche, María se
relajó lo suficiente como para reír.
—Joder, qué nochecita —murmuró Javi, entre brazos y felicitaciones—. Si lo sé, no digo
nada.
Pero sonreía de oreja a oreja.
Cuando por fin nos quedamos a solas después de la cena, Carolina se dejó caer en el sofá
con un suspiro largo. Se quitó los zapatos con desgana y apoyó los pies sobre mis piernas.
Yo empecé a hacerle un masaje suave en los tobillos, notando que su expresión aún no se
relajaba del todo.
—¿Qué te pasa? —le pregunté con suavidad.
Tardó unos segundos en responder, como si dudara en decirlo en voz alta.
—María no parecía muy contenta, ¿no? —dijo finalmente, casi en un susurro.
—¿Cómo que no? —fruncí el ceño—. Cariño, si se casan es porque los dos quieren, ¿no
crees?
Ella se encogió de hombros, y su mirada se perdió un segundo en el techo.
—No sé, Simón... Es instinto —dijo con ese tono suyo tan particular, una mezcla de
intuición femenina y radar emocional.