Simón condujo despacio, como si no tuviera ninguna prisa por llegar, o como si el trayecto
formara parte de algo más grande. Mor, en el asiento trasero, sacaba la cabeza por la
ventanilla, con la lengua fuera y las orejas agitadas por el viento. Ella sí parecía disfrutar el
momento. Yo, en cambio, no podía dejar de sentirme completamente perdida.
Cada minuto que pasaba sin respuestas me sumía más en la confusión. ¿Por qué tanto
misterio? ¿Qué tenía que ver Natalia, o Laura? ¿Y qué demonios era esa "sorpresa" que
todos parecían saber menos yo?
Finalmente, Simón aparcó en una especie de descampado con vistas al mar. El sol ya
comenzaba a caer, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y malvas. Al abrir la puerta del
coche, me golpeó de lleno una mezcla intensa de salitre, arena caliente y eucalipto.
—Aquí no he estado nunca —comenté, con la mirada clavada en el paisaje, algo
desconcertada.
—Lo sé —fue todo lo que dijo él, mirándome de reojo con una sonrisa leve pero sin
explicaciones.
Antes de que pudiera volver a preguntarle nada, un coche negro se acercó por el camino de
tierra. Lo reconocí de inmediato: el coche de Abel.
Del interior bajaron, en rápida sucesión, Iván, Laura... y Abel. Me quedé quieta, con el ceño
fruncido, el corazón acelerado y la confusión creciendo como una marea dentro de mí.
—¿Qué hacéis aquí? —pregunté, dando un paso hacia ellos—. ¿Qué está pasando?
Nadie respondió de inmediato. Solo se miraron entre ellos, como si esperaran a que alguien
tomara la palabra. Simón caminó hasta situarse a mi lado, y por primera vez en todo el día,
su expresión era completamente seria.
—Eres una aguafiestas, que lo sepas —confesó Simón con una media sonrisa, y luego me
besó con cariño en la cabeza.
Me giré, aún descolocada, y fue entonces cuando lo vi. No sé cómo no lo había notado
antes: una casa, escondida tras unos árboles bajos, abrazada por el olor a mar y eucalipto.
Era antigua, de esas construcciones con alma, y aunque necesitaba algo de amor y
reformas urgentes, tenía un encanto imposible de ignorar.
—Es un hotel —aclaró Abel, al ver que me quedaba mirándola fijamente—. Bueno... lo era.
Su dueña se jubiló este verano.
—Es muy bonito —dije, casi en automático. Seguía sin entender qué tenía todo aquello que
ver conmigo.
—Si no fueras tan pesada, nos habría dado tiempo a poner globos o algo —protestó Laura
con tono de broma.
—O una de esas pancartas horteras tuyas —la pinchó Iván, soltando una carcajada.
—¿Globos? ¿Pancarta? —fruncí el ceño—. Me estoy perdiendo algo, ¿verdad?
Simón se acercó un poco más, sus ojos fijos en los míos, brillando con algo entre orgullo y
nerviosismo.
—Es casi tuyo —dijo, despacio—. Hay que reformarlo, sí, pero sé que te encanta eso.
—¿Mío? —repetí, sin poder creerlo.
—Bienvenida a tu nuevo curro —rió Abel, alzando los brazos como si acabara de presentar
una obra maestra.
—¿Qué...? —murmuré, con la boca entreabierta.
—No te veía de otra manera que no fuera siendo tu propia jefa —explicó Simón, con una
ternura que me desarmó—. Llevo meses hablando con la dueña, convenciéndola de que
este sitio tenía que ser para ti.
—Hemos estado —lo corrigió Laura con una sonrisa.
Yo no podía articular palabra. Miraba la casa, miraba a ellos... y apenas podía procesarlo.
—Pero... pero esto debe costar un pastizal —balbuceé, sintiendo que el suelo se me movía.
—¿Por qué crees que no estoy en casa últimamente? —bromeó Simón—. He estado
haciendo horas extra en el taller. Y por las noches, ayudando a Fer en el salón de tatuajes.
Eso tenía mucho más sentido que imaginarlo pasando las noches con Natalia. Toda la rabia
que me había consumido durante el día se desvaneció de golpe, como si el mar cercano la
hubiera arrastrado lejos con la marea. Me daban ganas de abrazarlo con fuerza, de besarlo
ahí mismo y no soltarlo nunca.
—Chicos... —balbuceé, la voz entrecortada—. No sé qué decir.
Y no pude contenerlo. Las lágrimas brotaron solas, cálidas, sin tristeza. Eran de esas que
vienen cuando el corazón no puede con tanto. Miré a cada uno de ellos, y sentí una oleada
de gratitud tan grande que me dejó sin aire. No solo me habían apoyado después de mi
despido... habían ido más allá. Me habían buscado una nueva oportunidad. Una nueva
vida.
—Va a ser mucho esfuerzo sacarlo adelante —comentó Iván, con tono realista pero una
sonrisa en los labios.
—Menos mal que ya hemos sobrevivido a una reforma —añadió Abel, cruzándose de
brazos con aire burlón—. Y que ya sabemos que a ti se te da fatal manejar la cinta de
carrocero.
Solté una carcajada entre lágrimas, esa risa que explota cuando estás demasiado
emocionada para seguir disimulando.
—Sois geniales, de verdad... gracias. Esto es un sueño.
Y lo era. Estaba a pocos pasos del mar, frente a un lugar con historia y posibilidades
infinitas. Tendría que gestionar mil cosas, reformarlo, invertir tiempo y energía... pero sería
mío. Sería mi propio proyecto. Mi espacio.
Y lo mejor de todo es que no me asustaba. Al contrario: la idea de recibir huéspedes, de
decorar cada habitación, de hacer que cada estancia fuera especial... me emocionaba más
de lo que jamás habría imaginado.
—¿Podemos entrar? —pregunté con ilusión, sintiendo ya las ganas de recorrer cada rincón
de aquella casa que, de algún modo, ya sentía un poco mía.
—Aún no —confesó Simón, encogiéndose de hombros—. Te dije que era casi tuyo. Todavía
falta firmar el contrato y que nos entreguen oficialmente las llaves.
—Pero como no tienes ni un gramo de paciencia y necesitas enterarte de todo antes de
tiempo... —añadió Laura, lanzándome una mirada cómplice mientras me pinchaba con una
sonrisa.