No era solo por el diseño —aunque también—, sino porque iba a quedar grabado en la piel
de Carolina para siempre.
Había elegido tatuárselo en las costillas, un lugar sensible, y aunque le advertí que dolería,
lo soportó con una entereza admirable. Aguantó como una campeona, con los ojos cerrados
y una sonrisa terca en los labios, como si ese dolor también formara parte del recuerdo.
El diseño, a simple vista, era sencillo: una línea fluida que imitaba la curvatura de una ola,
coronada por un pequeño sol apenas más arriba, como flotando. Pero para nosotros
significaba mucho más. Era nuestro atardecer.
Ese que vemos todos los días desde la terraza del hotel, en silencio, con el mar
extendiéndose frente a nosotros y el cielo incendiándose de naranjas y violetas. Ese que
habíamos visto tantas veces sentados en la arena.
Una mañana, mientras íbamos camino al hotel, escuchamos un ruido extraño.
Era como un chillido agudo, insistente, que parecía venir de algún rincón del aparcamiento.
Carolina y Laura se lanzaron a buscar de inmediato, como si se tratara de una misión
urgente. Yo, en cambio, intentaba calmar a Mor, nuestra perra, que estaba claramente
alterada por el sonido. Se le erizaba el lomo y lanzaba miradas nerviosas a todos lados.
Después de varios minutos, Caro lo encontró. El ruido venía del motor de un coche
aparcado. Allí, entre cables y manchas de aceite, se escondía una bolita negra que no
sabíamos si estaba sucia de grasa o si realmente ese era su color de pelo. Un gatito,
diminuto, asustado, y tiritando.
Cuando por fin logramos sacarlo, Caro lo abrazó con fuerza contra su pecho, como si lo
hubiese estado esperando desde siempre. Fue entonces cuando Mor gruñó bajito, celosa,
con una expresión que parecía decir: “¡Es mi mami, no la tuya!”.
Nos reímos, aunque en el fondo sabíamos que aquello era importante. Al ver la reacción de
Mor, tratamos de convencer a Laura de que se quedara con el gatito.
—No —dijo Laura, tajante.
—Por fiiii —suplicó mi chica, con esa vocecita irresistible que usa cuando realmente quiere
algo.
—¿Cómo voy a cuidar de él? —protestó Laura—. ¡Si es diminuto! Y además huele fatal...
—Hay que darle un baño, tía —intervino Carolina, como si fuera la cosa más obvia del
mundo.
—Mira qué ojitos te está poniendo, Laura —dije yo, presionando con una sonrisa—. No
puedes decirle que no.
—¿Cómo vas a dejar a Motorcito tirado en la calle? —añadió Caro, ya acariciándole la
cabeza al gato como si fuera suyo.
—No lo voy a llamar Motorcito, Carolina —respondió Laura, rodando los ojos.
—Pues quédatelo y ponle el nombre que quieras —dijo Carolina, encogiéndose de
hombros.
En ese momento, el gatito empezó a ronronear con fuerza, como si entendiera que su
destino se estaba decidiendo justo ahí, en medio del aparcamiento. Creo que fue ese
sonido suave, constante, como un motorcito en miniatura, lo que terminó de ablandar a
Laura.
Laura suspiró fuerte, cruzó los brazos y miró al cielo como si estuviera pidiendo paciencia al
universo.
—Ay, joder... —murmuró—. Está bien. Pero solo por hoy. Solo lo llevo a casa para que se
bañe y coma algo.
Carolina y yo nos miramos de inmediato, conteniendo una sonrisa enorme. Sabíamos lo que
significaba ese “solo por hoy”.
—¡Lo sabía! —exclamó Caro, y le plantó un beso en la mejilla a Laura—. Eres una blandita.
—No soy una blandita. Estoy actuando por sentido común. No se puede dejar a una criatura
así en la calle —respondió Laura, ya cargando al gatito en sus brazos con más cuidado del
que quería admitir.
—Claro... sentido común —repetí, mientras el minino ronroneaba aún más fuerte, como
celebrando su victoria.
Camino al hotel, lo llevaba en su regazo envuelto en una toalla, y aunque no decía nada, le
acariciaba la cabeza con un dedo. Cuando llegamos al lugar, fue la primera en meterse al
baño con él.
—Si me arañas, me arrepiento de todo esto —le advirtió mientras abría el grifo—. Y te
llamaré Limón, para fastidiarte.
Desde afuera escuchamos un pequeño “miau” como si estuviera negociando.
Caro me miró con una sonrisa:
—No lo suelta más.
Y así fue.
Motorcito —o Limón, según el humor de Laura— se quedó.