Estaba nerviosa. Hoy era un día muy especial para mí.
No lo habíamos planeado con tanta antelación, pero fue inevitable. Algo dentro de mí supo
desde el principio que este momento tenía que llegar, aunque no imaginara que sería tan
pronto.
Iba vestida de blanco. El vestido era largo, de tela suave, con mangas abultadas que me
hacían sentir como salida de otro tiempo. Laura y mi madre me colocaron el velo con una
delicadeza que me hizo temblar un poco más. No era por miedo. Era emoción. Era amor.
Era vértigo.
Temblaba, sí, pero no por dudas. Lo deseaba más que a nada.
Quería casarme con Simón.
Caminé por el pasillo despacio, como si el aire mismo se hubiera espesado. Vi a todos
nuestros familiares y amigos girarse hacia mí, algunos con sonrisas cómplices, otros con
lágrimas contenidas. Marta, Inés y Emma —a quien me había costado convencer de venir—
me sonreían desde los bancos del fondo. Había pensado en hacerlas mis damas de honor,
pero al final solo Laura tuvo ese privilegio.
Los chicos estaban impecables: Iván, Abel y Abraham lucían traje y corbata. No pude evitar
sonreír al verlos. Estaban guapísimos. Más que eso: radiantes.
Javi, mi hermano, estaba sentado cerca de nuestros padres. Ellos lloraban como
magdalenas, con los ojos enrojecidos y las manos entrelazadas. Pero Javi estaba solo, y ya
me lo esperaba. Finalmente, María lo había dejado. Corazón roto y unas cuantas deudas a
cuestas por una boda que nunca se celebró. Me dolía, claro que sí. Pero también sabía que
el tiempo sabría poner todo en su lugar.
Al otro lado del pasillo estaban los padres de Simón. Mónica, su madre, parecía una
persona completamente distinta. Se le notaba más joven, más luminosa, casi flotando de
alegría. Me había agradecido mil veces mi paciencia con él, mi constancia, mi amor
incondicional. Y yo solo podía pensar una cosa: lo haría una y mil veces más.
A veces pienso en cambiar aquel final de cuando teníamos doce años, cuando todo parecía
romperse antes de empezar. Pero no. No lo cambiaría.
Porque cada error, cada distancia, cada lágrima, nos trajo hasta aquí.
Y no cambiaría este momento por nada.
Laura me miró desde el final del pasillo. Iba preciosa, con un vestido azul que le caía como
un suspiro, y su cabello castaño recogido en un peinado elaborado que le daba un aire de
realeza.
Quién le iba a decir a mi versión de hace tres años que esa niña de coletas seguiría siendo
mi mejor amiga más de veinte años después.
La pequeña Carolina estaría tan orgullosa de verla ahí, a su lado, firme como siempre.
Y aún más orgullosa de estar a punto de casarse con el chico que, de niña, le recordaba al
chocolate.
Ahí estaba él.
Simón.
Plantado en el altar, con un traje azul marino que le quedaba como un guante.
Vi sus ojos iluminarse al verme, y en ese instante, como un destello fugaz, recordé la
primera vez que los vi: en aquella plaza, llenos de agotamiento, de frustración... de sombra.
Qué lejos quedaban ya esos días.
Ahora, en su mirada, solo había luz.
Me acerqué a él, y de pronto dejé de ver al resto.
Todo se desdibujó: las flores, las miradas, la música suave de fondo. Solo él.
Simón.
Joder... qué enamorada había estado siempre de este chico.
Y ahí estaba, frente a mí, sonriéndome con esa mezcla de ternura y sorpresa que siempre
me desarmaba.
Por fin encontraba lo que llevaba tanto tiempo buscando.
No era que las otras relaciones fueran horribles, simplemente... no eran él.
Con los demás me aburría, me sentía a medias, como si algo faltara siempre.
Y ahora entendía qué era lo que me faltaba.
Me faltaba él.
—Carolina —dijo entonces la voz del cura, sacándome suavemente de mis pensamientos—
, ¿quieres casarte con Simón?
Lo miré a los ojos, y supe que la respuesta no podía ser más clara.
—Sí quiero —dije.
Con el corazón lleno.
Con el alma tranquila.
Y con la certeza absoluta de que esta vez, era para siempre.