19 de octubre de 2025
Dos meses.
Eso fue todo lo que necesitó el mundo para arder.
Sin guerras. Sin meteoritos.
Sin ninguna advertencia real.
Solo un maldito video.
Un archivo borroso, lleno de glitches, interferencias, imágenes irreconocibles y una voz tan distorsionada que parecía salir de dentro del cráneo.
Dos meses desde que “Mi Otro Yo No Duerme” apareció.
Desde que se volvió viral, indetectable, ineludible.
Dos meses desde que los hospitales colapsaron. Desde que los gobiernos empezaron a caer.
Desde que lo perdí todo en apenas dos horas.
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19 de agosto de 2025
(Clermont, Francia – 6:42 p.m. – 4°C)
—Nieva… ¿por qué demonios está nevando en agosto? —pregunté, mientras el vaho escapaba entre mis labios.
Violet me miró de reojo. Iba envuelta en su bufanda gris favorita, esa que siempre terminaba oliendo a ella incluso después de lavarla.
—¿Y por qué no? La nieve solo... cae —dijo con indiferencia, encogiéndose de hombros.
—Esa no es una respuesta —murmuré, con las manos hundidas en los bolsillos.
Ella soltó una risita nasal.
—Tampoco era una pregunta interesante.
Caminamos unos metros más. Sus botas dejaban marcas casi perfectas sobre la nieve aún intacta.
—Últimamente estás diferente, Alex —dijo de pronto, mirándome con seriedad.
—¿Diferente cómo?
—No sé. Apagado. Como si estuvieras en pausa.
Me costó responder. No porque no supiera qué decir, sino porque lo que quería decir era lo que menos debía ser dicho.
—Tal vez solo… no le encuentro sentido a nada últimamente. Me esfuerzo en seguir, pero todo se siente automático.
Ella se detuvo. El viento le desordenó el cabello. Por un segundo, pareció parte del paisaje, una pintura viviente entre la nieve y el gris de la ciudad.
—Entonces haz que tenga sentido. Empieza por ti —dijo con esa firmeza suya que tanto me desarma.
—¿Y si yo no sé cómo?
—Entonces deja que yo te enseñe.
No supe qué responder. Solo la miré. A veces, el silencio entre nosotros decía más que mil conversaciones con otras personas.
—¿Por qué me amas, Violet? —pregunté, como si no pudiera detenerme.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
Ella resopló con diversión, pero sus ojos no perdieron la seriedad.
—Porque eres tú. Porque tienes esa oscuridad que no me asusta. Porque cuando te caes, aún sangrando, sigues tratando de levantarte.
Y porque eres jodidamente bueno… en la cama.
—¡Violet!
—¿Qué? Solo estoy siendo honesta.
—Baja la voz...
—¿Para qué? ¿Tienes miedo de que el viento se entere?
Negué con la cabeza y sonreí.
—No tienes remedio.
—Tú tampoco. Y por eso nos merecemos.
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Esa noche fue una de las más felices que recuerdo.
Quizá porque sería la última en la que las cosas seguirían teniendo sentido.
—Chocolate caliente y puré de papas, ¿te parece? —gritó desde la cocina.
—Perfecto. Me ducho y bajo.
—Eso espero hueles ha existencia fallida
—!Que romántica! —grite mientras me quitaba lal camisa
—Y honesta —respondio ella desde la cocina mientras tarareaba alguna cancion en frances que jamas identifique
Fui al baño y me metí bajo el agua caliente. El vapor me ayudaba a olvidarme del mundo, aunque solo fuera por minutos. No pensé en nada. O eso creí.
Hasta que escuché la televisión.
> “...un video perturbador ha comenzado a generar pánico en varias redes sociales…”
> “...la grabación hace referencia a una supuesta enfermedad mental llamada ‘Síndrome de Zerkalo’...”
> “...algunos aseguran que su reflejo ha comenzado a moverse de forma autónoma...”
> “...el autor del video es el neurocirujano Jhonatan Raskal, quien afirma estar infectado…”
> “...los síntomas incluyen paranoia, alucinaciones, insomnio, agresividad extrema y sangrado ocular...”
Me quedé inmóvil. No por el miedo, sino por la sensación de que todo eso… me resultaba extrañamente familiar.
Salí apresurado de la ducha, sin secarme. Todo estaba empañado. El aire, mis pensamientos, el espejo.
—Violet… ¿todo bien con la comida? Huele a... ¿leche quemada?
Silencio.
—Violet, ¿me escuchas?
Nada.
—Violet…
Corrí hasta la sala.
La encontré tirada en el suelo, los ojos cerrados, los brazos caídos a los lados.
Como si su cuerpo se hubiese desconectado del mundo.
—¡Violet! ¡Despierta! ¡Violet, por favor!
El pánico me dominó. La tomé en brazos sin pensarlo, salí corriendo a la calle, aún en toalla, el corazón latiéndome como si quisiera escapar de mi pecho.
Bajé tres pisos en segundos. El viento me golpeó como cuchillas de hielo.
Y entonces, su voz.
—¿Qué carajos estás haciendo, Alex?
Me detuve en seco.
—¿Qué...?
Ella estaba ahí. De pie. Ligeramente confundida. Pero de pie.
—¿Por qué estás llorando? ¿Y por qué estás medio desnudo?
—Te... te habías desmayado. No respirabas, no te movías...
—¿Desmayado? Estaba viendo las noticias. Fui al baño un segundo. ¿Qué... qué pasó?
—No lo sé...
—¡Tenemos que regresar! —gritó de pronto, agarrándome del brazo—. ¡La tele! ¡El video! ¡El doctor!
Subimos corriendo.
Pero todo estaba en negro.
La televisión.
La radio.
El Wi-Fi.
Incluso la señal del celular.
Nada.
Como si el mundo entero hubiera respirado... y dejado de hacerlo.
—No puede ser… estaba ahí, lo vi… dijeron cosas horribles. De una enfermedad…
No puedo recordarlo todo, pero era real, Alex, te lo juro.
—Tranquila, amor. Seguro fue una broma viral… o algún corto raro.
Ella negó con la cabeza.
—No. Había algo en ese video. Algo que me hizo sentir observada. Como si alguien... o algo… estuviera del otro lado de la pantalla.
Mirándome.
Respirando dentro de mí.
No supe qué decir.
No quise decir nada.
Pero entonces, cuando menos lo esperábamos… la televisión volvió.
Una interferencia. Luego una imagen.
El logo de la Organización Francesa de la Salud.
El rostro tenso de una doctora apareció en pantalla. El silencio era total.
> “Confirmamos que el Syndrome de Zerkalo es real. Aún no conocemos su origen, mucho menos como se transmite, pero los casos aumentan. No se trata de un virus, hongo o bacteria.”
> “Esta condición afecta directamente la percepción neurológica. Puede inducir síntomas severos como: paranoia, alucinaciones, insomnio, agresividad repentina, pensamientos suicidas... y en los casos avanzados, hemorragia ocular.”
> “Repetimos: no se trata de una enfermedad convencional. No hay cura conocida. No hay protocolo efectivo.”
La señal se cortó.
Oscuridad.
—Alex… —musitó Violet, con la voz temblorosa—. ¿Qué significa esto?
—No lo sé…
Pero no salgas de casa.
Mañana conseguiré más comida, medicamentos... y una nueva cerradura.
Ella asintió lentamente. Su rostro se perdió en la penumbra de la sala.
—Solo quiero que esto termine —susurró—. Solo quiero que estés conmigo.
—Lo estoy —le respondí, abrazándola fuerte—. Siempre lo estaré.
Y en ese momento, lo creí.
Con todas mis fuerzas.
La casa estaba en silencio. Demasiado silencio.
Afuera, la nieve seguía cayendo como si el mundo no se hubiera enterado aún de que estaba muriendo.
—Alex —llamó Violet desde la habitación—. ¿Dónde estás?
—Guardando la comida, ya voy —respondí, cerrando la nevera con el codo. Me detuve un segundo. El reloj marcaba 9:47 p.m., pero el tiempo se sentía... descompuesto.
Caminé hasta la habitación. La puerta estaba entreabierta, y dentro, el cuarto apenas iluminado por la tenue luz de la lámpara de noche pintaba su figura en una silueta hipnótica.
Violet estaba de pie, dándome la espalda. Llevaba puesta mi camiseta negra, demasiado grande para ella, pero que dejaba entrever la curva de su cadera desnuda. El cabello suelto, aún húmedo por la ducha, le caía como un río oscuro por la espalda.
—Mira quién decidió aparecer —murmuró con una sonrisa que podía oírse—. Pensé que te habías escapado con el puré de papas.
—Pensé en hacerlo —bromeé, cerrando la puerta tras de mí—. Pero la idea de que me buscaras desnuda con un cuchillo de cocina me dio miedo.
—Por Dios, Alex. Qué poco romántico —se dio la vuelta lentamente, con la camiseta subiéndole apenas hasta el inicio de los muslos—. Aunque no negaré que tengo experiencia en el arte del secuestro… emocional.
Me reí por lo bajo y me acerqué.
Cuando estuve lo bastante cerca, sentí el calor de su cuerpo mezclado con el frío de la ventana entreabierta.
—¿Sabes que no hay nadie en el mundo como tú? —dije, casi sin pensarlo.
—¿Eso es un cumplido o una advertencia? —musitó, clavando los ojos en mí.
—Ambas.
Ella sonrió con picardía. Con la misma intensidad de siempre, pero esta vez, había algo más.
Una sombra. Un retorcijón de algo que no quería ver, y que ella fingía no notar.
Se acercó y posó sus manos en mi pecho, acariciando lentamente hasta llegar a mi cuello.
—Entonces, dime, Alex… ¿me lo harás con amor, o con miedo?
—¿Y si digo con los dos?
—Entonces te devoraré. Y tú no harás nada al respecto —susurró contra mi oído, su voz vibrando como un veneno dulce.
La besé.
Lento.
Como si cada segundo fuera una despedida no dicha.
Y en ese beso, me entregué como si fuera la primera vez. Porque cada vez con Violet era eso: una primera vez disfrazada de rutina.
Me empujó hacia la cama con una fuerza sutil, como una bailarina que conoce su peso exacto en el universo. Se subió sobre mí y sus caderas comenzaron a moverse con una fluidez que no parecía humana. Su piel olía a jabón, sudor y algo más: miedo camuflado.
—Eres mío —susurró mientras me montaba, sus uñas marcaban mi pecho con suaves rayas como si firmara su propiedad—. Esta noche... solo mío.
—Siempre lo fui —respondí, jadeando.
El calor de su cuerpo se mezclaba con el frío del cuarto, creando una niebla en la ventana empañada. Sus movimientos eran delicados pero intensos, como si quisiera que el mundo se detuviera en ese instante. Y por un segundo, juro que lo hizo.
Mis manos recorrieron su cintura, sus muslos, sus cicatrices. Las estrías que tanto odiaba. Las marcas de acné que escondía con maquillaje. Todo eso era ella. Real. Inmensa.
—Te amo... hasta tus inseguridades.
—Cállate... o me harás llorar en medio del orgasmo.
—No sería la primera vez —reímos.
Y entonces, justo cuando nuestros cuerpos alcanzaban el clímax...
todo cambió.
Sus gemidos se interrumpieron abruptamente.
Se detuvo.
Quedó en silencio.
Su rostro, que antes mostraba placer, se desfiguró por completo.
—¿Violet...? —pregunté, confuso—. ¿Estás bien?
Un espasmo le sacudió el cuerpo como si algo le hubiese arrancado el alma. Sus ojos se abrieron de par en par y comenzó a respirar con fuerza, como si estuviera asfixiada.
—No… no otra vez —murmuró—. ¡¡CALLATE!! ¡¡DÉJAME EN PAZ!!
—¡Violet! ¡¿Qué te pasa?!
Ella se llevó las manos a la cabeza y gritó. Un grito que jamás olvidaré, tan agudo y desgarrador que me dejó congelado.
—¡SÁCAME ESTO DE LA CABEZA! ¡SÁCALO!
Comenzó a golpearse el cráneo contra la pared. Con fuerza. Una. Dos. Tres veces. Su frente sangraba.
Yo me lancé a detenerla, pero me arañó la cara sin reconocerme.
—¡NO TE METAS! ¡NO ME TOQUES! ¡NO ME MIRES!
Se arañó el pecho, los muslos. Se arrancó mechones de cabello mientras la sangre goteaba de sus orejas y nariz. Sus pupilas estaban completamente dilatadas, y su boca se abría como si quisiera gritar algo más… pero no tenía palabras.
—¡Violet, por favor! ¡¡Vuelve!!
Y de repente, como una vela apagada por el viento... se desplomó.
Su cuerpo quedó ahí, temblando levemente. Su respiración se estabilizó.
Su rostro estaba cubierto de lágrimas, sangre y un vacío tan profundo que me dolía mirarlo.
La abracé con fuerza, temblando, llorando como un niño.
Y no supe cuánto tiempo pasó hasta que, sin decir palabra, cerró los ojos y se durmió.
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A la mañana siguiente
El amanecer fue gris. Todo olía a metal y cloro. Me levanté temprano. Necesitaba aire. Y respuestas.
Salí a la calle. Las aceras crujían bajo mis botas. La nieve lo cubría todo, como si quisiera esconder el desastre.
Clermont estaba desierto.
Demasiado desierto.
Después de caminar un poco de camino al supermercado, llegaron una oleada de recuerdos y sentimientos… era la escuela donde nos conocimos Violet y yo.
La verja oxidada seguía ahí, pintada por años de grafitis y promesas juveniles. El banco de piedra junto al árbol más viejo aún resistía, erosionado por el tiempo y los enamorados que tallaban iniciales creyendo que durarían más que el propio concreto.
Ese era nuestro banco.
Aún recuerdo esa tarde de octubre como si no hubieran pasado años.
Aún recuerdo cómo el otoño se volvió cómplice del destino.
La escuela ya había cerrado. Quedaban solo unas hojas volando y una brisa helada que crujía entre las ramas secas. Caminaba distraído, como siempre, cuando un vendaval repentino me cubrió con una nube de hojas secas.
Y entonces la vi.
Estaba allí. Sentada sola, en silencio.
Su cabello, un castaño encendido por el sol del ocaso, se mezclaba con los tonos rojizos de las hojas. Llevaba la chaqueta del instituto, aunque abierta como si no le importara el frío, y en sus manos tenía un cuaderno cerrado con fuerza.
Me detuve.
Violet no era una desconocida. Era la chica que todos querían mirar pero nadie conocía de verdad. La sonrisa de portada, la nota perfecta, la reina del sarcasmo elegante. Pero esa tarde… no era ninguna de esas cosas.
Estaba llorando.
No en silencio, no discretamente. Lloraba como si se rompiera por dentro.
Me senté a su lado sin pensarlo. Yo no era el tipo de chico que hacía eso, ni mucho menos con alguien como ella. Pero había algo que no podía ignorar: su dolor me resultaba... familiar.
—¿Estás bien? —dije torpemente.
Ella se sobresaltó, limpiándose las lágrimas con la manga, como si no quisiera que nadie viera su rostro así.
—Ah... mierda, no sabía que había alguien más aquí —susurró, intentando recomponerse.
Su voz estaba quebrada, pero aún arrastraba ese tono de sarcasmo suave, como si el humor fuera su último refugio.
—Tranquila. No vengo a juzgarte. Solo pasaba por aquí.
—Pues sigue pasando —dijo con una media sonrisa—. No quiero que alguien vea a la “perfección llorando”.
—¿Y quién dijo que eras perfecta?
Ella giró la cabeza con cierta sorpresa, sin saber si me estaba insultando o devolviendo el golpe.
—¿Tú eres Alex, cierto? El antisocial de la fila de atrás.
—Y tú, Violet. La que finge que nada le duele.
Por un momento, el viento dejó de sonar. Sus labios temblaron.
—Idiota... —musitó, bajando la mirada—. No sabes cuánto te odio por decirlo tan fácil.
Y entonces, sin previo aviso, se derrumbó.
Se lanzó sobre mí.
Su rostro se apretó contra mi pecho. No supe qué hacer. Solo... la abracé. Como si no tuviéramos otra cosa en común más que el dolor.
Y fue suficiente.
Lloró durante minutos que se sintieron como años. Yo solo cerré los ojos y dejé que ese momento se grabara en mí como un tatuaje invisible.
—Suelta todo... no digas nada... solo llora —le dije sin pensar.
Mis palabras no eran elegantes. No eran profundas. Pero eran honestas.
Por primera vez, alguien no intentaba salvarla. Solo estar con ella.
Y ese fue el primer hilo entre nosotros dos.
—Lo siento… debes pensar que soy patética —susurró tiempo después.
—No. Solo humana.
Nos quedamos en silencio.
Y entonces, cuando ella levantó la mirada…
lo supe.
Su corazón y el mío hablaban el mismo idioma.
Era el idioma de los que fingían estar bien para no preocupar a nadie.
El idioma de los que se reían con los ojos tristes.
De los que sabían que el amor era peligroso, pero aun así lo buscaban.
—¿Sabes? —dijo de repente, sonriendo entre lágrimas—. Si algún día me enamoro, será de alguien que no intente arreglarme. Solo que esté ahí mientras me rompo.
—Tal vez… ya te enamoraste —dije sin pensar.
Nos miramos.
No como chicos del instituto.
No como adolescentes rotos.
Nos miramos como dos mitades partidas reconociéndose.
Y sin decirlo, lo supimos:
Ese beso, ese abrazo, ese primer encuentro bajo el otoño, sería el inicio del único refugio que tendríamos contra el mundo.
Todo esos recuerdos llegaron a mi… hasta que lo vi.
El cuerpo.
Tirado en mitad de la calle.
No era solo un cadáver. Era un mensaje.
Su piel estaba desgarrada por sus propias uñas. Las cuencas de sus ojos vacías. El cráneo abierto por detrás, como si alguien —o algo— hubiera intentado salir desde adentro.
El olor era insoportable.
Me arrodillé y vomité. El vómito salió con bilis, con rabia, con miedo.
—No... no puede ser... —susurré, temblando.
Ese hombre… sus ojos... eran los mismos que vi en Violet anoche.
Me derrumbé. La imagen de Violet arañándose, gritando... La sangre.
Una voz en mi cabeza empezó a sonar como un eco:
¿Y si…?
No.
No podía ser.
Me aferré a la única esperanza que tenía.
La medicina experimental que estaba usando. Era anticoagulante, y ya habíamos leído que podía provocar efectos secundarios raros: sangrado ocular, taquicardias, incluso espasmos.
Sí. Eso era.
Tenía que ser eso.
Seguí mi camino con el rostro desencajado, el alma temblando y las manos ensangrentadas por un cuerpo que no conocía…
pero que me acababa de mostrar la verdad.
Una verdad que no estaba listo para aceptar.
Volví a casa con las manos congeladas, los nudillos aún temblando y la mente hecha un nudo. La bolsa con la cerradura, la medicina y algo de comida parecía pesar el doble. No dejaba de pensar en ese cadáver.
En sus ojos.
En su cráneo abierto.
En esa protuberancia detrás de la cabeza…
Pero me aferré con todas mis fuerzas a la explicación médica.
Los anticoagulantes.
La presión.
El esfuerzo.
Eso. Solo eso.
Abrí la puerta despacio.
—¿Violet? —llamé.
El olor me golpeó de inmediato.
No sangre. No locura. No muerte.
Sino mantequilla derretida y… ¿puré de papas?
—¿Amor...? —cerré la puerta detrás de mí, inseguro.
—¡Hola, soldado! —respondió desde la cocina con su tono habitual—. Informe: misión cumplida. Cena lista. La paciente sigue viva, irritante y jodidamente sexy. Cambio y fuera.
Entré al comedor y allí estaba.
De pie, con uno de mis suéteres —el azul que apenas le cubría la mitad de los muslos—, descalza, el cabello desordenado y una espátula en la mano como si fuera un arma mágica.
La mesa estaba puesta.
La cocina limpia.
Su sonrisa… intacta.
—¿Qué diablos estás haciendo de pie? Deberías estar acostada. ¿Y esa herida en tu frente?
—Oh, nada que una gasa, una canción triste y una pizza de microondas no puedan curar —respondió, girándose con esa mueca socarrona que siempre usaba cuando quería restarle importancia a todo.
La miré detenidamente.
Sus brazos tenían rasguños.
Sus piernas también.
Y aunque había limpiado la sangre, su piel aún estaba enrojecida.
Pero ahí estaba. Sonriendo. Cocinando.
—No es gracioso, Violet. Casi te matas anoche.
—“Casi” es la palabra clave, mi amor. Lo de anoche fue... intenso, lo admito.
Pero tú también casi me matas... de placer. ¡Vaya montaña rusa! —levantó las cejas, burlona.
—¡Violet! Hablo en serio. Te arañaste entera. Te golpeaste. Sangraste por los ojos. ¿Eso te parece normal?
Ella bajó un poco la mirada. Solo un segundo. Luego se encogió de hombros.
—Esos medicamentos nuevos. Ya te lo dije. En uno de los foros decían que pueden causar efectos extraños. La farmacéutica no está regulada todavía. Me arriesgué. La culpa es mía.
Silencio.
Yo quería creerle.
Necesitaba creerle.
—Ven, siéntate. No puedes estar así.
Me acerqué, la tomé suavemente por la cintura. Ella se dejó hacer sin resistencia, como si supiera que necesitaba sentir que aún tenía algo de control.
Le levanté el suéter para ver sus costillas.
Estaban moradas.
Le limpié una pequeña herida en la clavícula, enrojecida y con un hilo seco de sangre.
—Si sigues así vas a terminar rompiéndote más que mi dignidad cuando canto en la ducha —susurré.
—Ah, ¿entonces sí lo escuchaste? —rió, mordiéndose el labio—. Maldita acústica.
—Y pensar que estuve a punto de denunciar a los vecinos.
Ambos rieron.
Por un instante, volvió ese calor entre los dos.
Esa burbuja que parecía flotar entre la nieve, los apagones y la histeria colectiva.
—Mira lo que haces conmigo, Violet. Mírate... Y aún así te amo más de lo que debería.
—Y eso que aún no me has visto bailar reguetón en pijama. Espera a que te recuperes del trauma.
Le vendé las heridas con cuidado. Sus pechos quedaron semi expuestos, pero ella no pareció notar nada… o simplemente no le importó.
—¿Estás… mirándome las tetas mientras me curas?
—No. Tal vez. Un poco. ¿Es ilegal?
—No si eres mi enfermero personal.
Me besó en la frente.
Y luego, sin aviso, susurró al oído:
—Gracias por seguir aquí. Aun con todo esto.
Tú podrías haber huido.
—Créeme, a veces lo pienso.
—¿Y por qué no lo haces?
—Porque nadie hace mejor puré que tú.
Sus carcajadas llenaron la habitación, como si nada malo estuviera pasando. Como si el mundo no se estuviera cayendo a pedazos.
Y yo... me aferré a eso.
Cenamos juntos.
Hablamos de cualquier cosa menos de la noche anterior.
Ella hizo un par de chistes más, yo fingí que todo estaba bien.
Después de todo, el cerebro humano es un experto en construir refugios sobre ruinas.
Al acostarnos, se acurrucó a mi lado. Me besó el cuello y dijo:
—Esta noche no gritaré. Lo prometo.
—Si gritas, que sea mi nombre —respondí sin pensar.
—¿Así que te gusta cuando me vuelvo loca, eh?
—Mientras no implique autolesión o hablar con entes invisibles… puede ser sexy.
Ella rió de nuevo.
Yo no.
Solo la abracé fuerte.
Porque aunque en el fondo de mi pecho empezaba a germinar una semilla de duda…
prefería seguir viviendo en esa mentira dulce que perderla en una verdad insoportable.