Te Mira Desde Adentro

Kilómetros de Ruina

La caravana avanzaba como un rezo prolongado en medio de la nada. Catorce vehículos, entre ellos camionetas abolladas, bicicletas adaptadas, carretillas oxidadas y un camión militar cubierto de lonas. Iban rumbo a Lyon, pero no era Lyon lo que buscaban. Era una excusa para seguir vivos. El camino estaba lleno de nieve derretida, ramas quebradas, animales muertos en los bordes y señales oxidadas de tránsito que apuntaban a lugares que ya no existían. Todo olía a metal viejo y a desesperanza seca.
Axel conducía con los nudillos blancos sobre el volante. Violet dormitaba a su lado, envuelta en varias capas de mantas. Su cuerpo era una secuencia de temblores y espasmos. A veces murmuraba frases sin sentido: "no lo escuches, no lo mires", otras veces reía dormida, con una risa que a Axel le erizaba la piel.
En la parte trasera del vehículo, una familia con tres niños pequeños los seguía en una bicicleta con remolque. El menor de todos, un niño de seis años, tenía los ojos completamente enrojecidos. A veces se rascaba el rostro con tanta violencia que dejaba líneas sangrantes. Su madre lo calmaba con canciones viejas, las mismas que Violet tarareaba en voz baja. A Axel le dolía la coincidencia.
En uno de los altos, mientras revisaban combustible, una pelea estalló. Un hombre corpulento —su nombre era Hadrien, ex policía— intentó echar a otra pareja de la caravana acusándolos de haber robado comida. Gritaban, empujaban. Axel intervino, lo apartó. Violet salió tambaleante del auto y le gritó a todos:
—¿¡Se creen civilizados por formar una fila!? ¡¿Se creen humanos por tener un destino!? Todos vamos a morir. Pero si muero con hambre o con dignidad... eso lo decido yo.
La carcajada amarga que siguió fue suya. Y también el silencio posterior.
Horas después, mientras cruzaban un tramo boscoso, el grupo se detuvo. Frente a ellos, una pared de cuerpos colgaba de los árboles. Docenas. Atados con alambres, envueltos en símbolos dibujados con sangre. Una señal clara de advertencia. Hadrien y dos hombres más bajaron a inspeccionar. Encontraron una cinta de vídeo enterrada en la nieve, aún húmeda. La insertaron en un viejo reproductor portátil que llevaban.
La grabación mostraba a un grupo de personas encerradas en una cabaña. Habían enloquecido. Uno de ellos hablaba en espiral, con los ojos en blanco, repitiendo una sola frase:
—El reflejo es la entrada. No lo veas. No lo veas. No lo veas...
El niño del remolque gritó de golpe. Sangre le brotaba de la nariz. Violet corrió a su lado. Lo abrazó. Comenzó a cantar. Una canción de cuna distorsionada. Los otros la miraban con recelo.
—Está calmándolo —dijo Axel.
—¿O despertándolo más? —respondió el anciano de la bicicleta.
Más adelante, fueron emboscados.
Un grupo de personas visiblemente infectadas, cubiertas de espejos y trozos de vidrio, les cerró el paso. Uno de ellos hablaba como la Marioneta:
—¿Quieres saber por qué sucede esto? JAJAJAJAJA. Es algo que está... pero no está...
Axel disparó. La escena se volvió una carnicería. Hadrien golpeó hasta romperle el cráneo a uno con una pala. Violet se defendía con una navaja, pero cuando uno de los infectados la tocó, gritó como si su piel ardiera. Axel la encontró de rodillas, gimiendo:
—¡Me están mirando desde dentro! ¡Axel, están dentro!
Tuvieron que continuar solos después del ataque. La caravana se dispersó. Violet empeoraba. Le salían llagas en la espalda. Su voz a veces era otra. Le hablaba a alguien en el espejo del auto. Decía que era ella misma.
Durante una parada, Axel encontró una carta vieja dentro de un maletín de primeros auxilios abandonado. Era de un doctor que hablaba del inhibidor K-39, asegurando que un pequeño grupo de pacientes en Lyon mostraban mejoría. "No es una cura, pero sí una barrera. Si se aplica a tiempo, puede evitar la fase terminal."
Esa noche, al calor de una fogata improvisada, Violet tuvo un momento de lucidez. Le pidió a Axel que le contara una historia. Cualquiera. Él le habló del día en que la conoció. Ella lo escuchó con lágrimas en los ojos, pero sin llorar. Solo con una sonrisa dolida, como si ese recuerdo ya no le perteneciera.
—¿Y si no llegamos? —preguntó Violet.
—Llegaremos —dijo él.
—¿Y si ya no soy yo cuando lleguemos?
—Entonces te traeré de vuelta. Cueste lo que cueste.
La radio sonó una vez más. El comunicado de la O.F.S. confirmó que la entrada a Lyon estaba siendo restringida por el ejército, pero que la caravana humanitaria con destino al hospital Croix-Rousse aún tenía una ventana de 24 horas para llegar. Era su última oportunidad.
Al amanecer, Axel y Violet se unieron a un grupo de sobrevivientes que se habían reagrupado. Entre ellos, una médica llamada Élise, quien afirmó haber trabajado con el desarrollo de K-39. Sus manos temblaban. Decía que ya no confiaba en el compuesto, pero aún lo llevaba consigo. "Por si alguien quiere intentarlo."
Partieron juntos. Diecisiete personas. Casi todos heridos, marcados. Una niña hablaba sola, otro hombre cargaba el cuerpo de su esposa muerta sin soltarlo. Todos llevaban el reflejo del mundo en sus ojos.
Violet susurró:
—Es como un desfile fúnebre sin ataúd.
—No —respondió Axel—. Es un desfile de sobrevivientes. Y tú estás al frente.
Ella rió. Por primera vez en días, rió de verdad. Aunque su risa tembló como una flor a punto de marchitarse.
La ciudad de Lyon aparecía a lo lejos. Como una promesa, como una trampa. Y hacia ella avanzaban, paso a paso, entre cadáveres, silencio y nieve.
Aún creían. Aunque la fe era lo único que ya no sangraba.




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