Te Mira Desde Adentro

La Última Dosis

El cielo sobre Lyon tenía el color de un cadáver ahogado. Ceniza suspendida. Olor a metal y descomposición. El hospital Croix-Rousse se erguía como un mausoleo viviente, con carteles de la O.F.S colgando raídos sobre las puertas de ingreso. No era un bastión de esperanza, sino un embudo donde se decantaba lo que quedaba de la humanidad: cuerpos tambaleantes, ojos vacíos, murmullos rotos.
Axel sostenía a Violet, que ya no caminaba por sí misma. Ella hablaba poco, solo musitaba fragmentos de canciones infantiles o palabras sin sentido. Tenía los dedos en carne viva de tanto rascarse la piel. Su mirada, opaca. Pero respiraba. Eso era suficiente para Axel.
Fueron admitidos por un grupo de voluntarios armados. El hospital, al contrario de lo que esperaban, no estaba cerrado: albergaba a los últimos pacientes viables. Adentro, la organización se deshacía en caos contenido. Axel no tardó en conocer a la Dra. Mei Wen, la última neuróloga con autoridad dentro del programa experimental de la O.F.S. Una mujer de rasgos duros, joven, pero con la voz de quien había dormido junto al horror. Al principio, fue reacia a hablar con ellos. Pero bastaron unas horas para que Axel se ganara su respeto. Le contó su historia, la lucha por mantener viva a Violet, su trayecto, sus pérdidas. Mei le habló del inhibidor K-39 y de cómo había sido descontinuado: las reservas se habían agotado hace semanas.
—Solo queda una variante experimental: el K-39A. Más agresiva, menos estable. No se ha probado en humanos infectados en etapa terminal —explicó Mei.
Durante dos días, Mei cuidó de Violet junto a Axel. Le administró sedantes, trató de bajar su fiebre. Le limpiaba los ojos con cuidado cuando sangraban. A veces le hablaba en chino, como a una hija. Axel le agradecía con silencios rotos. Había comenzado a confiar en ella. Incluso a verla como una aliada.
Pero el mundo, como siempre, se encargó de romper toda tregua.
Esa noche, las sirenas sonaron. No desde el hospital, sino desde los altavoces del gobierno central. Clermont y todas las ciudades circundantes —incluida Lyon— serían destruidas en un intento desesperado de frenar la propagación. Un bombardeo coordinado. La señal de evacuación había sonado con dos horas de antelación.
El caos se desató. Pacientes comenzaron a gritar. Los sobrevivientes intentaban huir, pero las salidas estaban colapsadas. Axel sabía que no había tiempo para pedir, suplicar o negociar.
Cegado por la desesperación, tomó un bisturí y se lo puso al cuello a Mei.
—¡Llévame al K-39A! ¡Ahora! —rugió—. No tienes idea de lo que hicimos para llegar hasta aquí. ¡NO PIENSO PERDERLA!
Mei no gritó. Solo le dijo:
—Si me matas, mueren los dos. Así que relaja esa mano.
Lo llevó por un pasillo sellado, donde las luces parpadeaban. Gritos retumbaban a lo lejos. Habían entrado infectados. El fuego comenzó a extenderse por los pisos inferiores. El hospital era un purgatorio en llamas. Llegaron a una sala protegida por dos puertas automáticas. Mei ingresó su clave manualmente.
Dentro, un solo frasco, conservado en un cilindro metálico refrigerado.
—K-39A. El último. Lo estaba estudiando aún.
Axel temblaba. Sus manos sudaban. Sintió un calambre subirle por la espalda. Una punzada detrás de los ojos. El temblor no era solo por el miedo.
Mei lo notó. Y se lo dijo sin rodeos:
—Tú también estás infectado, ¿cierto?
Axel no respondió.
—Eso explica tu voluntad. La mayoría pierde la mente en días... Pero tú... tú te mantienes cuerdo por ella. Porque todavía tienes algo que perder.
El fuego comenzaba a subir por el pasillo. Explosiones. El suelo temblaba.
—Solo tienes tres opciones —dijo Mei, entregándole la caja—. Me das la cura a mí. Salgo y busco cómo replicarla... Se la das a ella, aunque su cuerpo ya está colapsando... o te la tomas tú. Y al menos uno de ustedes sobrevive. Tú eliges. Y rápido.
Axel la miró. Luego miró a Violet, quien había llegado cojeando, apoyada en la pared.
—¿Qué dijo? —preguntó con voz apagada.
—Nada importante, amor. Vamos a casa.
Cargó a Violet. antes de huir en otra dirección, Mei gritó:
—¡Nos condenaste a todos axel, Nos condenaste por una apuesta a la suerte
Axel y Violet salieron por la puerta trasera. A través de las calles que ya eran lenguas de fuego. Explosiones sacudían los muros. Gente gritaba, lloraba. El cielo se tornó rojo. Helicópteros sobrevolaban. Una lluvia de cenizas caía como premonición de una extinción anunciada.
Corrieron hasta donde pudieron. Unos kilómetros fuera de la ciudad, encontraron una colina con vista al desastre. Vieron cómo Lyon comenzaba a deshacerse en humo. Luego vino el estruendo. Una luz blanca, el cráter de la muerte.
Pensaron que habían escapado. Que lo habían logrado.
Axel dejó a Violet sobre el pasto cubierto de escarcha. Ella sonrió débilmente.
—¿Estamos... vivos? —preguntó.
—Sí, sí, lo hicimos. Estamos fuera.
Y entonces Violet convulsionó.
Su cuerpo se arqueó hacia atrás. La sangre brotó por nariz y ojos. Gritó, pero no eran palabras: era un alarido animal. Las venas de su cuello sobresalieron como serpientes negras. Sus pupilas se dilataron hasta consumir sus iris.
Axel cayó de rodillas, abrazándola.
—¡NO! ¡AGUANTA! ¡AGUANTA, POR FAVOR!
La caja del K-39A temblaba en sus manos.
Frente a ellos, el mundo seguía ardiendo.




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