Han pasado dos meses...
Y sigo viendo su rostro en cada reflejo.
La nieve no se detiene. Siempre está. Me sigue como un perro rabioso. Como su sombra. Como su tumba abierta. Desde que comenzó todo esto, nunca ha dejado de caer. Incluso ahora, cuando el mundo ya no existe, la nieve persiste.
Me sigue.
Me observa.
Y se burla de mí.
Nunca me gustó la nieve.
No desde aquel día.
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Violet temblaba entre mis brazos. Apenas podía mantener los ojos abiertos, pero su sonrisa... su sonrisa aún era suya. El aire en la colina era gélido. Las cenizas de Lyon llovían como si el cielo hubiera sido triturado.
—Estamos... vivos —murmuró ella, con la voz hecha trizas.
—Sí, lo hicimos. Estamos fuera —mentí.
Y entonces, se arqueó como un cuerpo exorcizado. Las convulsiones la sacudieron con violencia animal. Un espasmo, otro, y otro más. El suelo bajo ella se empapó de sangre que le brotaba de la nariz, los oídos, la boca. Un chillido inhumano, tan agudo que reventó el silencio. Su cuerpo se estremecía como si mil cuchillas invisibles la cortaran por dentro.
—¡NO! ¡VIOLET!
La sujeté, pero ella me miró con los ojos en blanco, las pupilas dilatadas al punto de desaparecer. La piel comenzó a adquirir un tono ceniciento, venas oscuras como gusanos enredándose bajo la dermis. Su abdomen se hinchó grotescamente. El sonido de huesos quebrándose reventó contra el viento.
Y luego vino el susurro.
Una última chispa de conciencia. Como si luchara por nadar a la superficie desde un pozo negro sin fondo.
—Axel...
Me inclino. Le limpio el rostro con manos temblorosas.
—Estoy aquí, mi amor. Te tengo. Voy a salvarte.
Ella me miró. Por un segundo, era la misma Violet de siempre. Con las comisuras temblando. Con sus labios partidos. Con sus ojos oscuros llenos de humanidad, aferrándose a su identidad como si fuera lo último que le quedaba.
—Prométeme algo...
—Lo que sea.
—Cuando deje de ser yo...
Silencio.
—Dame un final poético. Uno bonito. Sin dolor. Un beso, Axel. Uno que dure para siempre.
Me derrumbé por dentro. Una parte de mí quería cumplirlo. Darle el final que merecía. Pero otra parte... otra parte enfermiza, desesperada, egoísta, narcisista... quería aferrarse a ella. Seguir luchando aunque eso la condenara a sufrir.
La besé.
Largo. Profundo. Fue el beso más triste del mundo.
Y en ese instante, mientras sus ojos se cerraban con confianza, le inyecté el K-39A.
—Perdóname...
El primer grito fue un rugido de agonía. Su columna se arqueó de forma antinatural. Los músculos comenzaron a retorcerse, separarse, desgarrarse. Las uñas se desprendieron. La lengua se hinchó hasta romperle los labios. Sus piernas crujieron al partirse como ramas secas. Empezó a vomitar fragmentos de órganos, líquidos negros. La piel se abrió como papel mojado, dejando ver tejidos descompuestos que burbujeaban con la sustancia experimental.
Su rostro... su hermoso rostro... se desfiguró completamente. Una parte de su cráneo colapsó. El ojo derecho explotó. Un alarido salió de su garganta, que ya era un tubo hinchado de venas purulentas.
—NO, NO, NO, NO, AXEEEEL...
La abracé hasta el final.
Cuando todo terminó, no quedaba nada de ella. Solo un cuerpo abierto, fundido con la tierra. Un monstruo irreconocible que había sido mi razón de existir.
Y yo...
Yo no dije nada. Solo lloré hasta que la nieve cubrió su cadáver.
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No sé cuánto tiempo caminé. Días, semanas. Pasé entre ruinas, entre gente que se había arrancado los ojos, entre niños que jugaban con restos humanos. No hablé con nadie. No miré atrás.
Hasta que un día llegué a la playa.
Una playa donde las olas parecían más viejas que el mundo. La arena estaba cubierta de nieve. Pero el cielo... estaba estrellado. Como si no supiera que todo había terminado.
Me senté. Abrí la boca. Colocaba el cañón del arma contra mi paladar cuando escuché una risa suave. Esa risa… conocida, rota, como un títere que intentara imitar la risa humana sin entenderla del todo.
—Curioso, ¿no? Justo aquí terminamos todos.
Volteé, y ahí estaba. Sentado sobre una roca, la cara medio cubierta por la sombra, el abrigo harapiento como la piel de un animal moribundo. Pero sus ojos… sus ojos estaban lúcidos. Por primera vez en mucho tiempo, era él.
La Marioneta.
—¿Quieres saber por qué sucede esto?
Sonrió con los labios partidos y la lengua entumecida por los antipsicóticos. Luego rio, como un niño frente a un cadáver abierto.
—Es algo que desde el principio está… pero no está. Algo que hizo que todos quedaran helados...
—¿Qué carajo estás diciendo?
Él suspiró, se llevó una mano temblorosa al pecho y señaló hacia el cielo. No el cielo estrellado. Apuntaba más abajo… a la nieve.
—No es nieve, Axel. Nunca lo fue. Es una mentira hermosa. Una trampa silenciosa. Cada copo lleva dentro la misma señal bioeléctrica que el video maldito. Minúsculos pulsos diseñados para despertar el S.D.Z en cerebros predispuestos. Como un canto de ballenas que solo ciertos cerebros pueden escuchar.
—Estás loco...
—Lo estuve. Pero fui parte de su creación —dijo, con la voz apagada—. Fui uno de los neurólogos líderes de la O.F.S. Trabajamos durante años en una solución para neutralizar brotes masivos de disidencia social. ¿Y sabes qué encontraron? Que la mejor arma no es la bala. Es la locura. El miedo. La imagen que se entierra como semilla en el pensamiento.
—El video…
—El video fue solo el anzuelo. Pero la nieve fue la red. La distribuyeron en sistemas de dispersión climática. Modificaron satélites para alterar la composición del agua en zonas específicas. Moscú… París… Bogotá… Se suponía que debía mantenerse en fase de observación, pero cuando vieron los efectos, decidieron dejarla caer. Total, el mundo ya estaba roto. ¿Qué importaba una grieta más?
Me quedé en silencio. Todo encajaba. Las palabras de Violet, los delirios, las muertes, la forma en que la nieve siempre estaba ahí. En cada maldito lugar donde el horror comenzaba.
—¿Por qué me lo dices ahora?
La Marioneta bajó la cabeza.
—Porque estás tan roto como yo, Axel. Porque al igual que yo, ya no eres humano del todo. Lo sentiste, ¿verdad? La punzada detrás de los ojos. Las voces cuando estás solo. El desdoblamiento.
—...
—Ya no eres Alex. Dejaste de serlo hace capítulos. Lo notamos. Cambiaste tu nombre sin darte cuenta. De Alex, el amante, el humano… a Axel, el sobreviviente. El ejecutor. El narcisista que dejó morir a su pareja por una idea retorcida de esperanza. —Rió con violencia, golpeando su cabeza contra la piedra detrás de él—. ¡Y aun así, te llaman “la última esperanza del mundo”! Qué ironía tan deliciosa, ¿no?
Me levanté. El arma temblaba en mis manos. Él extendió los brazos, como ofreciendo un abrazo.
—Dispárame si quieres. Ya no hay nada que puedas romper que no esté ya hecho pedazos.
Pero no lo hice.
Él se giró hacia el mar, la nieve cayendo sobre sus hombros como ceniza de una civilización extinta.
—La nieve seguirá cayendo. Mientras queden humanos, quedará locura. Y mientras quede locura... seguirá la O.F.S.
Me quede solo una vez mas
Le quito el seguro al arma.
Una voz.
Una mano en mi hombro.
—Axel.
Me doy vuelta. Y la veo.
La doctora Mei.
Cubierta de ceniza, con la ropa hecha trizas, pero viva.
—¿Qué hiciste con Violet?
No digo nada. Solo bajo la mirada.
Mei se acerca. Me abofetea. Me insulta. Llora mientras me grita:
—Ella te amaba, maldito... ¡Y no fuiste capaz de darle lo único que quería! Un final feliz con el amor de su vida.
Luego, en silencio, me ayuda a ponerme de pie.
—Si no fueras ahora la única esperanza que le queda al mundo... te mataría aquí mismo.
El helicóptero de la O.F.S. aparece en el cielo, recortado contra las estrellas.
Subimos.
Veo la playa alejarse. La nieve cayendo como un manto silencioso sobre todo lo que alguna vez amé.
Y cierro los ojos.
Fin, por ahora.