Una noche en Moscú
La nieve caía tan fuerte que parecía que alguien estaba sacudiendo un saco gigante de azúcar sobre la ciudad. Yo abría la boca para atrapar los copitos y me reía, porque sabía que mamá siempre decía que no me la comiera, pero yo pensaba que Moscú era un pastel y que yo era el único que podía probarlo.
En el cielo había luces, como fuegos artificiales, pero sin colores bonitos. Eran rojas, anaranjadas, a veces blancas que me hacían cerrar los ojos. Y sonaban como tambores gigantes, como si el cielo tuviera hambre y rugiera.
—¿Escuchas, Hugo? —le dije a mi perro imaginario, porque el verdadero ya no estaba—. ¡Es como una fiesta!
Corrí a la calle aunque mamá estaba en el baño hablando con el espejo, diciéndole “no soy yo, no soy yo” como si jugara a las escondidas. Ella no me vio salir.
Afuera, todos corrían. Yo pensé que estaban jugando a las escondidas también, pero no se reían. Algunos estaban en el suelo, dormidos, con manchas rojas en la ropa. “Seguro es pintura”, pensé. Me acerqué a un hombre que tenía la cara toda mojada de rojo, como si hubiera jugado con acuarelas. Pero no se movía. Ni siquiera respiraba fuerte como papá cuando dormía la siesta.
Un edificio estaba partido, como cuando rompo mis bloques de juguete. El humo salía como nubes grises que querían esconder el cielo. La nieve estaba mezclada con cosas negras y calientes, y yo saltaba sobre ellas como si fueran charcos.
—¡Mira, mamá, estoy pisando lava! —grité, aunque mamá no estaba.
De repente el suelo tembló. Otra luz enorme cruzó el cielo, y un ruido tan fuerte que me tapé los oídos y me caí en la nieve. Me dolió, pero me reí, porque parecía que la tierra quería hacerme cosquillas.
Vi un charco delante de mí, más grande que todos. Me acerqué y miré mi cara en el agua. Pero era raro: mi reflejo sonreía antes que yo. Me hacía señas con la mano, como invitándome. Yo levanté la mía, pero me dolía porque la sonrisa no quería salirse de mi cara.
La tierra volvió a rugir. Esta vez fue como si el cielo entero se hubiera roto. Una luz blanca me llenó los ojos. Sentí calor, mucho calor, como cuando me acerco demasiado al horno de mamá.
Y después… nada.