Te odio

Te odio

«Te odio», fue lo que dije antes de irme. El odio fue el único aliado que poseía en aquel entonces. Quise desaparecer todas esas fotos en las que estábamos juntos, borrar todos los recuerdos que alguna vez fueron inigualables. Deseé desaparecerte de mi memoria, de mi historia. ¡No tienes la mínima idea de cuánto lo intenté!

Hice pedazos las fotografías que nos tomamos antes de llegar al final. Las lancé al aire, viendo cómo la brisa las arrastró hasta el agua bajo el puente donde me detuve. Apoyé las manos en el barandal, incliné hacia atrás al tiempo que respiré hondo, intentado que las lágrimas no cayeran. Pero no pude evitar suspirar por tu ausencia. Desde un principio hice todo lo que estuvo a mi alcance para que nuestros caminos se juntasen. ¿Tú qué hiciste? ¡Arrebatarme esa pizca de amor sincero que escasea en nuestro mundo! Me usaste cómo quisiste y cuando ya no podías conseguir más, simplemente me cambiaste como lo haces con tu ropa.

Te odio… Eso quiero: odiarte. Sin embargo, te quiero tanto que después de eso, sigo anhelando juntar nuestros caminos. Así de tonta puedo llegar a ser. Te quiero con la potencia de mi idiotez, te adoro con la fuerza de mi credibilidad.

Agarré la mochila donde tenía una caja, cuyo interior estaba la dignidad que me faltó para decirte adiós antes de que todo terminase mal. Caminé bajo la luna sin despegar la vista de mis pasos. Recordando como tus ojos se achinaban cuando recibías un regalo, como tu falsa sonrisa temblaba al verme llegar; el cielo comenzó a llorar conmigo.

Perdí mi tiempo. Perdí lo que fuera que tuviera de ti. Y lo peor, me perdí a mí en un juego que en el fondo sabía que jamás ganaría. No obstante, lo intenté dando lo mejor.

Llegué a casa con los ojos rojos. Había preferido que fuera por culpa de la marihuana, pero no por la tuya. Mi cabello estaba tan empapado que se pegaba al rostro como pequeñas serpientes negras, y mi aspecto era tan espantoso que fue un milagro que mi madre no viese cómo me dejaste. Y mejor, porque de ser así sacaba su sermón de «A todos nos ha pasado». No, no quería escuchar nada de eso. Quería llorar mi dolor, pues sentía que si no me vaciaba, iba a reventar.

Cerré de un portazo la puerta de mi habitación y me derrumbé sobre ella. Los sollozos surgían de mi garganta como roncos graznidos. Pegué mis rodillas contra el pecho, escondiendo el rostro entre ellas. Sé que estuve así durante un largo rato. Por mi cabeza pasaron miles de ideas descabelladas: incendiar tu casa, romper tu auto, apuñalarte. Todo fue por el calor del momento, no estaba pensando con la mente fría.

En cuanto sentí que iba a morir de amor, me limpié la cara. Ya que estaba empapada hasta los calcetines, tomé una ducha de agua caliente, quitándome la mugre y el rastro de tus falsas caricias. Al final, me eché en la cama con las mantas hasta las orejas. Me ardían los ojos y el pecho dolía tanto que creí que me daría un infarto. O que moriría por «corazón roto», porque sí, se puede morir por amor.

Al día siguiente desperté con el teléfono en la mano. Y cual tonta, decidí herirme otra vez al revisarlo y darme cuenta de que no tenía ningún mensaje tuyo. Volví a llorar otro rato más.

En la universidad te vi desde el segundo piso. Estabas bromeando muy animado con tu grupo de amigos y en una ocasión giraste a verme. Mi corazón rebotó contra el pecho y me quedé sin aire, pues me viste de la misma forma que cuando nos conocimos. No lo soporté y hui sin ver qué expresión adoptabas luego de reconocerme. Tropecé con unos cuantos profesores y alumnos, pero conseguí llegar a mi escondite… Nuestro escondite. ¿Te acuerdas? Ese en que nos dimos nuestro primer beso. Donde no dijimos: te amo. Donde te dije que te odiaba.

Rompí a llorar de nuevo. Mientras, mi corazón asumía que irías a buscarme para consolarme; y la razón trataba de asegurar que eso no ocurriría. ¿Has sido capaz de saber lo que se siente el dolor de una ruptura durante la primera semana? ¿Realmente lo sabes? ¿O quién te hizo tanto daño para ser así de insensible?

La alarma de mi teléfono me mostró que ya era hora de regresar a casa, de oír la palabrería de mi madre con intención de animarme. No obstante, te vi frente a la parada de autobús, solo. No tienes la más mínima idea de cuánto me contuve para no ir corriendo a abrazarte por la espalda, de gritar tu nombre y llenarte de besos. Pero mi corazón herido y resentido tuvo una mejor idea. Él hizo que te empujara cuando el autobús no podría detenerse a tiempo.

«Jugaste con mi corazón, yo jugué con tu vida», hubiera pensado. Aunque en el momento de la verdad, al escuchar los frenos y el ruido seco contra tu cuerpo, el quebrar de tus huesos; me abalancé sobre ti. Supliqué que me perdonaras, que regresaras a mí.

En serio te odio por volverme esta persona tan despreciable y malvada, pero no era motivo suficiente para hacer lo que te hice.



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En el texto hay: desamor

Editado: 14.02.2020

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