Lo miré con mala cara.
—¡¿Qué te pasa, imbécil?!—Grité furiosa.
Se bajó de la moto con calma, como si no acabara de pasar a toda velocidad por un barrio donde viven personas normales que no quieren morir atropelladas. Cuando estuvo a pocos pasos de mí, se quitó el casco, y ahí fue cuando el universo decidió jugar conmigo. Frente a mí estaban esos ojos gris claro que parecían capaces de desarmar a cualquiera. Tragué saliva junto con todas y cada una de mis palabras, porque, sinceramente, si la perfección tuviera rostro, probablemente sería el suyo.
Tenía ese tipo de mirada que podría convencerte de que todo lo que hace está justificado, incluso si es atropellarte en una esquina. El cabello negro perfectamente desordenado, la mandíbula bien definida y esa media sonrisa ladeada que prometía problemas. Lo odié al instante. O tal vez odié el hecho de que mi cerebro quisiera suspirar por él.
—¿Cómo me llamaste? —preguntó mientras se acercaba más. Demasiado cerca para dos personas que ni siquiera se conocen.
Recuperé la compostura y le respondí—: te llamé imbécil. Por si no lo notaste, estamos en un barrio donde viven personas, no en una pista de carreras para que manejes como un loco.
No aparté mis ojos de los suyos, quería demostrarle que no me iba a quedar callada, aunque en algún momento bajé la mirada a su boca, sólo por curiosidad. Nada más. Lo juro.
—Preciosa, para que nos vayamos conociendo: nadie me dice imbécil—Dijo, señalándome con el dedo índice.
Le golpeé el dedo para que lo quitara de mi cara.
—Que Dios tenga misericordia de mí y que no te vuelva a encontrar, porque vos a mí no me conocés y te juro que te asesinaría con mis propias manos.
Le di la espalda, dispuesta a alejarme de ese tarado lleno de soberbia, pero me agarró del brazo y me hizo girar, chocando contra su pecho. Un pecho firme, por cierto. Pero ese no es el punto.
—Imbécil.—Repetí, empujándolo por el pecho. Lo había hecho claramente para molestarme, y funcionó—. No sé quién seas, y la verdad es que poco me importa, pero te recomiendo que, si no querés que te llamen “imbécil”, no te comportes como uno. Idiota.
Me alejé de ahí con la furia de mil demonios, dejándolo solo. ¿Quién se creía que era? Después de todo, el que debía pedirme perdón era él por casi atropellarme.
Cuando llegué a casa, Romeo me chifló desde el jardín para que me detuviera. Sonreí al verlo y me acerqué.
—¿Todo bien?—Preguntó con una sonrisa curiosa, metiendo las manos en los bolsillos delanteros de su jean.
Rodé los ojos y negué.
—Ya se hizo de noche, y pensé que al final del día iba a poder decir: “sobreviví a este día”, pero no.—Dije con ironía.
—¿Qué te pasó para que estés tan alterada?—Preguntó preocupado.
—Un imbécil casi me atropella con la moto.—Dije con bronca y frustración, rascándome la frente.
—¿Estás bien?—Insistió.
Asentí.
—Estoy bien, con ganas de matarlo. Y pobre de él si vuelvo a cruzarlo, porque soy capaz de cometer un delito.
Romeo se rió, y yo lo miré confundida.
—No me conocés.—Le advertí, al ver que no paraba de reír.
—Pero me gustaría.—Dijo, esta vez con una sonrisa que hizo que mis mejillas empezaran a arder.
Me puse nerviosa. Hace mucho que nadie me decía algo así de lindo. Nunca, en realidad.
—Bueno, me voy porque tengo que... Mi tía estaba... ¡Nos vemos!
Le hice un gesto rápido de despedida y corrí hasta las escaleras de entrada. Pero entonces algo detrás de él llamó mi atención, haciendo que Romeo también se diera vuelta. Mi sonrisa se borró al instante.
Ahí estaba esa moto por segunda vez consecutiva en menos de media hora.
—Esto no puede ser.—Murmuré para mí misma, con el alma llena de resignación y la cabeza llena de insultos listos para ser lanzados al universo.
Después de tanto decir: “ojalá no vuelva a cruzarlo”, terminé invocándolo. A veces creo que el universo tiene un sentido del humor retorcido. Rom se detiene en seco, hace una sonrisa y se acerca a él como si se conocieran de toda la vida.
¿What the hell?
Mi desconcierto debía ser evidente a kilómetros. Mis ojos se estrecharon y mis brazos se cruzaron de manera automática, lista para lo peor. El imbécil se saca el casco con una facilidad irritante, moviendo su pelo alborotado como si estuviera en una película de romance y drama, —esa en la que en una escena así, el protagonista pasa en cámara lenta, para que las espectadoras caigan a sus pies—, y después me mira. Un vistazo rápido, suficiente para hacer que mi sangre hierva, antes de voltear hacia Romeo.
—¿Ryan?—Pregunta Romeo con una mezcla de sorpresa y diversión.
—¿Me extrañaste, hermanito?—Responde con lentitud y una media sonrisa.
¿Hermanito? ¡¿Qué?! Mis pensamientos se atropellaron mientras trataba de entender qué acababa de escuchar. Su tono fue lo suficientemente lento y cargado de burla como para dejar claro que sabía exactamente lo que estaba provocando. Sin pensarlo, me acerqué a él con pasos firmes y le solté una cachetada sonora que hizo eco en la calle. Romeo se quedó perplejo, demasiado sorprendido como para intervenir.