Desperté y una sonrisa iluminó mi rostro. Extrañaba esa sensación, esa felicidad que parecía haberse perdido en algún rincón de mi ser. Pero hoy estaba ahí, presente, llenándome de energía. Me sentía bien, como si el peso que había cargado durante meses finalmente empezara a disiparse.
Hoy era el día del campamento. Los profesores de Educación Física llevaban semanas organizándolo, un viaje especial para el equipo de rugby y las porristas del último año. Desde el momento en que anunciaron la actividad, me había entusiasmado, aunque tenía dudas de si me dejarían ir después de haber estado fuera del equipo por un tiempo. Para mi sorpresa, aprobaron mi participación sin problemas. No podía evitar sentirme agradecida y emocionada.
La noche anterior había guardado todo lo necesario en un bolso: ropa cómoda, linterna, repelente de mosquitos, incluso un cuaderno para escribir si surgía la inspiración. Lo repasé mentalmente mientras bajaba las escaleras, cuidando de no hacer ruido.
En la sala, todo estaba en silencio. Mi tía seguía durmiendo profundamente después de haber trabajado hasta tarde en el bar. Cuando pasé por la cocina, lo vi a Nacho. Estaba sentado en la mesa, desayunando con una calma que hace tiempo no veía en él. Una sonrisa se dibujó en mis labios. Había sido difícil, pero sentía que por fin estábamos encontrando un equilibrio. Su esfuerzo de los últimos días me llenaba de orgullo. Había pasado horas entrenando con Ryan, dejando atrás viejos hábitos que solo lo llevaban al abismo.
Me acerqué sin hacer ruido, observándolo. Estaba concentrado en su plato, algo tan cotidiano, pero que para nosotros significaba mucho.
—Veo que estás con más hambre que de costumbre.—Dije con una sonrisa mientras me sentaba frente a él.
Nacho levantó la mirada, sorprendido, pero enseguida sonrió de vuelta. Durante un largo tiempo, el simple hecho de que desayunara era raro. Antes apenas comía lo justo, y esa falta de apetito había sido una de las primeras señales de alarma, y lo decía porque desde chiquito era de comer bastante. Pero hoy lo veía distinto, más lleno de vida.
—Es verdad. Hoy amanecí con mucha hambre.—Respondió con un tono ligero mientras tomaba otra cucharada de cereales. Es algo que no cambió de cuando era chiquito, el yogurt con cereal era su desayuno favorito desde siempre.
—Eso es bueno.—Comenté, genuinamente feliz por ese pequeño paso que, para mí, significaba tanto.
Él asintió con una sonrisa tranquila, y seguido frunció el ceño, como si algo le rondara por la cabeza.
—¿Qué hay entre nuestro vecino y vos?—Preguntó de repente, directo al grano.
Me quedé en silencio un momento, desconcertada.
—¿Romeo?—Dije, arqueando una ceja. Nacho asintió, esperando mi respuesta.
Tomé aire mientras me servía un poco de café, buscando las palabras adecuadas.
—Quiero… probar—Admití finalmente, mi voz suave pero decidida.
Él dejó la cuchara en el tazón y me miró fijamente, como si intentara leerme el alma.
—Pero... ¿vos estás…?—Empezó a decir, pero lo interrumpí, adivinando sus palabras antes de que las diga.
—Estoy segura, Nacho—Respondí con firmeza, sosteniendo su mirada—. Además, Romeo me hace bien… Creo que… me gusta.
No era duda lo que teñía mis palabras, sino esa dificultad para expresar mis sentimientos con total honestidad. Abrirme de esa forma no era fácil, ni siquiera con Nacho, que siempre había sido mi refugio.
Mi hermano me observó en silencio por un instante, procesando lo que acababa de decir. Después, una pequeña sonrisa apareció en sus labios.
—Si a vos te hace bien y te hace feliz, yo también estoy feliz—Dijo con sinceridad.
Por un momento, lo observé en silencio. Sus palabras eran sinceras, y el brillo en sus ojos me transmitió algo más que apoyo: una especie de alivio. Como si, a pesar de todo lo que habíamos vivido, él estuviera intentando protegerme de cualquier dolor, aunque sabía que no siempre podría hacerlo.
Su apoyo, tan sencillo y directo, me reconfortó más de lo que podía expresar. Sonreímos juntos, compartiendo un momento que para muchos sería insignificante, pero que para nosotros era un triunfo. Terminamos de desayunar en armonía, como hacía tiempo no hacíamos.
—Gracias, Nacho.—Murmuré, tomando un sorbo de mi café para ocultar la emoción que amenazaba con asomarse. Era raro en mí mostrarme tan abierta, pero no podía negar cuánto significaba su aprobación.
Él desvió la mirada y tomó otro bocado de sus cereales, como si la conversación ya hubiera terminado. Pero antes de que pudiera decir algo más, levantó la vista y me miró con seriedad.
—Una cosa más, Sofi.—Dijo, dejando la cuchara de lado—. Si ese tipo se atreve a lastimarte, no importa de quién se trate, va a tener que responderme a mí.
No pude evitar reírme ante su tono protector, aunque en el fondo sabía que hablaba completamente en serio.
—Tranquilo, Nacho. Romeo no es como… otros.
Él asintió, pero no parecía completamente convencido. Siempre había sido así conmigo: sobreprotector, a veces más de lo necesario. Aunque, después de todo lo que habíamos pasado, no podía culparlo.
El ruido de pasos en las escaleras nos interrumpió. Jenna apareció en el marco de la puerta, bostezando y con el pelo en un revoltijo.
—¿Siempre tienen conversaciones intensas antes de las siete de la mañana?—Preguntó, frotándose los ojos mientras se acercaba a la mesa.
—Solamente estábamos poniéndonos al día.—Respondí con una sonrisa, mientras Nacho rodaba los ojos y le pasaba el azúcar de la mesa, Jenna se sirvió una taza de café y nos miró a ambos con curiosidad.
—¿Listos para el campamento?—Preguntó, con ese entusiasmo que siempre lograba contagiarme.
Asentimos al unísono, y durante unos minutos la conversación giró en torno a las actividades que nos esperaban. Las bromas, las risas y la ligereza del momento hicieron que me olvidara de cualquier preocupación. Por primera vez en mucho tiempo, me sentía parte de algo, no solo como una espectadora de mi propia vida.