Los días pasaban arrastrándose como una eternidad de sombras. Mi cuarto, que solía ser mi refugio, se sentía ahora como una cárcel. Los rayos de sol que se filtraban por la ventana no traían calor ni esperanza, solamente me recordaban que afuera había un mundo que yo ya no podía alcanzar. Cada rincón de la casa parecía vigilado, cada susurro se transformaba en un eco ensordecedor de su amenaza.
Jenna y Mili habían notado mi cambio, pero no sabían qué decir. Jenna insistía en que no tenía que cargar mis problemas sola, que podía confiar en ella. Mili me miraba con preocupación, intentando encontrar la chispa en mis ojos que se había apagado hacía tiempo. Pero ¿cómo podría confiarles esto? ¿Cómo arrastrarlas a un abismo que ni siquiera yo entendía cómo cruzar?
El monstruo sabía todo, o al menos eso quería que yo creyera. Cada vez que me encontraba con él, sentía su sombra detrás de mí, observando, juzgando, esperando cualquier error. Su risa cruel resonaba en mi cabeza incluso cuando estaba sola. Era un cazador, y yo su presa atrapada.
«—Soy muy peligroso y demasiado celoso, te conviene ser buena chica y hacer lo que yo te diga, y de esto no le vas a decir nada a nadie porque sino voy a matarlos a todos los que se interpongan.—Sonríe con perversidad al agregar—: y lo bueno de esto es que vos sabés que soy un hombre de palabra. Ah, y también quiero a los vecinos fuera de tu vida. Vas a terminar con el hermanito menor, vas a romper su corazón, y que no se te ocurra estar con nadie más.
—¿Es necesario que le rompa el corazón?—Pregunté entre lágrimas y con voz temblorosa.
—Lo es. Porque si no lo hacés no va a dejar de insistir, y si insiste, voy a tener que poner cartas en el asunto, y ambos sabemos lo que eso significa. Y también sabés, que yo no amenazo.—Se aleja un centímetro y vuelve a acercarse, me señala—. Y no intentes ocultarme nada porque soy como Dios, estoy en todos lados.»
Había intentado convencerme de que podía encontrar una salida, que sus palabras no eran más que amenazas vacías. Pero en el fondo sabía que no era así. Había visto su furia, su frialdad al hablar de vidas como si fueran fichas de un juego que él controlaba. Y mi mayor terror no era lo que podía hacerme a mí, sino lo que podía hacerles a los que amaba.
En las noches, me abrazaba a mí misma, tratando de encontrar consuelo en un mundo que parecía desmoronarse. A veces lloraba, pero las lágrimas no traían alivio, solamente más desesperación. Recordaba la cara de Romeo, la inocencia en sus ojos que estaba a punto de destrozar por orden de ese maldito bastardo. Mi corazón se partía con cada mentira que me obligaba a preparar, cada sonrisa falsa que debía forzar.
—¿En qué momento llegamos a esto?—Me susurré frente al espejo una noche. Mi reflejo apenas parecía mío. Ojeras profundas, labios temblorosos y una expresión que apenas recordaba cómo era la felicidad. Había aprendido a callar, a esconder mis sentimientos, a nunca decir las cosas como realmente las pensaba. Pero sabía que no podía resistir mucho más. Mi alma se deshacía poco a poco.
En medio de esa oscuridad, surgió un pequeño destello de coraje, una idea que no había considerado antes. Si no podía confiar en los demás por miedo a las consecuencias, ¿podía confiar en mí misma para luchar? No podía permitir que ese monstruo siguiera dictando mi vida. Tal vez mi voz no era fuerte, pero todavía era mía. Tal vez el miedo no se iría, pero podía usarlo para buscar una salida, una forma de liberarme.
Me prometí a mí misma que, aunque fuera sola, aunque me costara todo, encontraría una manera de detenerlo. Porque la pesadilla no podía durar para siempre. Y si él era un hombre de palabra, yo también debía serlo. No iba a permitir que siguiera ganando. Que se salga con la suya. Pero cada vez que lo tenía en frente, ese pensamiento se borraba y volvía el terror.
El sol salió y yo seguía en la misma posición fetal que cuando Diego se fue de mi cuarto a las doce de la noche. No había dormido, mis ojos estaban rojos e hinchados, me levanté de la cama, pero volví a caer sentada, así que me quedé ahí unos segundos intentando recuperar las fuerzas en mis piernas.
La puerta se abrió y me arrastré por la cama hasta llegar a la cabecera con temor y me abracé a mis rodillas, pero al ver a Mili recuperé la tranquilidad.
Me vio tan mal que no dijo nada, solamente me abrazó con fuerza, como si no nos hubiésemos visto en años.
—¿Otra vez esas pesadillas horribles?
—Sí.—Mentí—. Siento que ya no queda nada, todo lo puro que había en mí ya no está.—Respondí llorando mientras secaba las lágrimas que parecían infinitas.
—Amiga, odio verte así. Esos monstruos arrebataron tu inocencia, pero vos seguís siendo pura.
Vuelve a abrazarme y nos quedamos así por unos minutos más.
Ahora venía la parte más difícil, tenía que buscar el momento y el lugar para poder terminar con Romeo. Ni siquiera sé qué palabras usar, no quiero romperle el corazón. Sé lo que dijo Diego, pero no soy capaz de hacerlo, pero si no lo dejo, es capaz de cualquier cosa. ¿Y Ryan? Ryan es más terco que una mula, ¿cómo voy a alejarme de él?
Mili se quedó un rato conmigo y después se fue a su casa, no había ido a la escuela en toda la semana, Jenna empezaba a preocuparse pero yo le decía que solamente estaba enferma.
La noche había caído y el aire fresco se filtraba por la ventana entreabierta de mi cuarto. No me había dado cuenta de que había pasado todo el día encerrada, con el corazón apretado y la mente atrapada en un torbellino de miedo y tristeza. El peso de lo que tenía que hacer me asfixiaba, pero sabía que no podía dejar pasar más tiempo. Si lo posponía, si lo seguía evitando, el monstruo ganaría. Y no podía permitirme eso.