Te vi

1. "Haciendo el ridículo desde 1994"

 

(Editado).

 

¿Qué era lo peor que te podía pasar en un aeropuerto? Perder tu vuelo estaba muy visto, piensa mejor. ¿Qué? ¿No consigues hallar la respuesta? Vale, como era Santa Daisy miembro honorífica de los trece apóstoles de Jesús—y sí, eran trece porque estaba yo, y sí sumabas doce más uno dan trece listillo— te lo diré. Lo peor que te podía pasar en un aeropuerto era estar en una fila larguísima compuesta de personas para nada agradables, que te tocase tu turno de revisar tu billete y que no lo encontrases por ningún lado. Así que ahí estaba yo, Daisy Stone en carne y hueso, rebuscando en mi maleta de viaje buscando el dichoso trozo de papel con un avión dibujado, mientras que esas personas para nada agradables me gritaban muchos insultos que a mis veinticuatro años no sabía ni que existían y mientras que la azafata me pedía rapidez. Con lo a gusto que estaba yo en mi casa componiendo con mi guitarra temas que nadie escuchará en la vida, ¿quién me mandó a mi salir de mi zona de confort? La asquerosa de mi mejor amiga, por supuesto.

La condenada de Stella se marchó a Miami de vacaciones porque le había tocado un viaje gratis con todos los gastos pagados en una caja de cereales. Cosa que no me pasaba número uno. Allí conoció a Harry, un hombre que la enamoró hasta las trancas. Dos meses fueron suficientes para que él le pusiera un anillo en su dedo anular. Cosa que no me pasaba número dos. Y cómo la boda se iba a celebrar allí, he tenido que pagar con todo el dolor de mi alma un billete de 40 dólares que me dolieron en lo más profundo de mí ser para ir a Miami. Bueno, eso sí lo encontraba, claro.

—Señorita dese prisa, por favor. Hay pasajeros esperando— me dijo la azafata por quinta vez.

—Sé qué está por aquí— mentí.

Saqué toda mi ropa que anteriormente la había planchado y doblado perfectamente para colocarla al más estilo de Tetris con mis demás cosas, y encontré el maldito billete en el final de la maleta. Típico: meter cosas en sititos dónde no deberías meterlas. ¡Fuera las mentes sucias! Bueno vale, yo también he pensado mal. Metí toda la ropa, que antes lucía perfecta, de cualquier manera. Y de cualquier manera significa que la hice bola. Conseguí que me revisaran el billete y que las personas para nada desagradables dejaran de mentar a mi madre relacionándola con los mamíferos marinos. Arrastré mi cuerpo hasta la pista de aterrizaje, subí las escaleras y busqué mi asiento. Para mi gran suerte, me tocó sentarme al lado de un señor con problemas de peso y delante de un niño al que le gustaba mucho el fútbol. Soy una afortunada de la vida, no hace falta qué lo digas. Durante todo el viaje intenté distraerme componiendo en mi pequeño cuaderno lleno de tachones y garabatos, pero entre el Señor O (de obeso) y el PN (de puto niño), fue imposible que me concentrara.

Después de cinco horas y media de viaje, tenía mis piernas dormidas y la vejiga a punto de explotar por no haber podido ir al baño en todo el viaje. Una parada rápida en los servicios y diez minutos para recoger mi maleta después, me encontraba en un taxi rumbo a la casa de la familia de Harry. La casa debía de ser muy grande para poder alojar a todas las familias o a lo mejor Harry no tenía muchos familiares. No lo sabía, el caso era qué no sabía nada del futuro marido de Stella. No era mi culpa. La culpa era de Stella por tenérselo tan calladito.

Algún día me gustaría vestirme de blanco para no convertirme en la loca de los gatos de Los Simpson. Mi único problema con los hombres era que no sabía hablar con ellos. Sí, sé que suena muy típico, pero es que tú no me has visto en acción. Sí hubieras estado presente en cada actuación vergonzosa que he tenido el honor de protagonizar te partirías el culo y yo tendría que pegarte para que dejases de reírte de mi persona.

—Joder con la chabola—silbó el taxista.

Salí de mis pensamientos y casi me desmayé al ver “la chabola” cómo la había llamado el señor taxista. ¿Por qué era tan gigantesca? ¿Por qué el jardín tenía tantos kilómetros y era precioso con tantas flores? ¿Por qué la verja parecía estar hecha de oro? ¿Por qué no dejaba de babear ante tal imagen?

— ¿Es aquí?—pregunté sin creerme que esta gran mansión fuera la casa de los O’Donnell.

—El GPS no engaña.

—Ese refrán es para el algodón— dije con el ceño fruncido.

—Y el viaje son treinta dólares.

— ¿Treinta dólares? — Dije escandalizada. — El taxi en vez de echar CO2 suelta arcoíris o qué.

— ¿Quiere qué la deje en la entrada? Serán cinco dólares más.

— ¡No, déjelo! Es mejor para la salud de mi bolsillo que vaya andando.

Le solté su asqueroso dinero y me bajé del taxi mágico, porque debió de volar en vez de rodar por la carretera para costar semejante cantidad. Adiós dinero para poder irme de juerga sola a la playa, te echaré de menos y te llevaré siempre en mi corazón. Caminé por el caminillo de gravilla con mi maleta a rastras observando todo a mí alrededor. La casa, si se le podía llamar casa a este palacio, era de dos pisos con muchas ventanas grandes. Sé notaba que había muchas habitaciones para alojar a toda una ciudad entera. Vale, a lo mejor solo estaba exagerando un poquito pero entiéndeme, nunca había visto cosa igual en mi vida.



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En el texto hay: humor, amor, millonario

Editado: 09.10.2018

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