“La primera mentira no fue dicha por un demonio, sino susurrada por un Ángel.”
Se hacían llamar los Pilares de la Creación, pero en su interior albergaban una grieta: eran seres incompletos, consumidos por la misma sed de perfección que los devoraba a pesar de su poder divino.
Fue esa sed la que los llevó a una conclusión desesperada: si ellos, en su estado primordial, no podían alcanzar la plenitud, entonces la crearían. Tallaron vida de la nada, forjando un mundo dividido en tres reinos.
*Fue un acto de arrogancia infinita... y su perdición.*
Porque la perfección, como un espejismo, se alejaba cuanto más la perseguían. Y en su fracaso, una verdad amarga echó raíces: si no podían crear la perfección, impondrían la suya mediante la purga. Así comenzó el Gran Desgarro, una guerra que durante quinientos años ha devorado continentes, una conflagración donde no existen héroes, solo verdugos y víctimas en un ciclo sin fin de venganza y dogmas cegadores.
El viento susurraba entre las mieses de Raíz Profunda, acariciando las páginas del libro que Kaelen sostenía con devoción. A sus catorce años, el joven conocía cada grieta del suelo de su humilde aldea, pero su alma anhelaba los confines del mapa desplegado frente a él: el torturado continente humano de Acedia, los lejanos y relucientes dominios de Caelum y las sombras indómitas de Infernus.
—¡Kaelen! —La voz de su madre, Eris, cargada de una preocupación que el tiempo había convertido en un tono permanente, lo sacó de su ensoñación—. Baja a cenar. Y apaga esa vela, que gastas demasiado aceite en tus fantasías.
—¡Ya voy, madre! —respondió, cerrando el pesado volumen sobre las Guerras de Desgarro. Sus ojos, sin embargo, se clavaron en una ilustración de Nergal, el Demonio de la Opresión, representado como un tigre cuyas fauces destilaban plomo fundido.
Bajó las escaleras de madera crujiente. La cocina era un refugio de olores familiares, pero también un recordatorio de su realidad. Su padre, Roran, estaba sentado junto al fuego, la manga izquierda de su camisa vacía, prendida con un rudimentario broche. El hueco donde una vez estuvo su brazo era un recuerdo amargo de su pasado en la guerra. El rostro de su madre, aunque sereno, estaba marcado por una cicatriz que le velaba el ojo izquierdo, un velo blanquecino que era el precio de haber sobrevivido al ataque sufrido en su antiguo pueblo siete años atrás.
—Sigo sin entender tu obsesión con esos libros, muchacho. —masculló Roran, sin apartar la mirada de las llamas—. El conocimiento no sirve para blandir una espada. Y tampoco cura una herida demoníaca. Lo único que importa es la fuerza que tengas para seguir en pie —sostuvo su espada con firmeza — y aquí —señaló su corazón.
-Kaelen-
(...Quedó impactado con el brillo de su espada, como si esta lo eligiera como su predecesor.)
—Padre, entender el porqué de la guerra, el origen de esta e incluso las debilidades de ellos…—suspiró — puede ser una fuerza —intentó argumentar Kaelen, esquivando la mirada de su madre.
—¡Bah! —exclamó Roran, enfundando su espada—. Los demonios no tienen debilidades que un hombre común pueda explotar. Solo tienen hambre y sed de poder. Y tu cabeza en el cielo no te salvará cuando ese hambre llegue a nuestra puerta de nuevo.
(...Esas palabras invadieron la mente de Kaelen recordando lo que pasó 7 años atrás, cuando tan solo tenía 7 años, recuerda exactamente cómo se sentía, paralizado, inmobil y frágil con un miedo que recorría todo su cuerpo, recordar eso demuestra lo débil que es y si no afronta su pasado se lo terminará comiendo por completo.)
—Roran, por favor —intercedió Eris, colocando un plato de sopa humeante frente a su hijo—. Déjalo soñar. El mundo ya es suficientemente gris como para apagar los pocos rayos de sol que quedan.
—¡Soñar no llenará el estómago cuando llegue el invierno, mujer! —replicó el padre, aunque su tono se suavizó—. Kaelen, un hombre debe proteger lo suyo. Debe ser…— Interrumpió el muchacho—…Debe ser todo lo que tú no puedes ser ya, ¿verdad, padre? Lo sé. Veo el dolor en tus ojos cuando crees que no miro. No es enojo, es miedo. Miedo a que yo no esté preparado. Miedo a que no pueda proteger a mamá… como tú no pudiste la última vez.
—Lo sé, padre —susurró Kaelen, Viendo su reflejo en la sopa—. Lo sé.
La cena transcurrió en un silencio tenso. Esa noche, Kaelen no pudo concentrarse en la lectura. Las palabras de su padre resonaban en su cabeza, mezcladas con el eco lejano de unos gritos que nunca había logrado olvidar. Subió a su habitación y se quedó mirando por la ventana, hacia la oscuridad que se cernía más allá de los campos.
De repente, un estremecimiento recorrió su cuerpo. No fue un sonido, sino una vibración en el aire, una presión siniestra que hizo que el corazón de él fuera apretado hasta dejar de latir, como si una mano sostuviera su corazón.
-Kaelen-
(¿Qué fue eso? No… no otra vez. Por favor, no otra vez.)
Entonces, llegó… El cielo se tiñó de rojo carmesí y el aire se puso más denso, eso tan solo con la presencia de algo, ¿pero qué?
No era humano. Era un grito desgarrador que surgió de las mismas entrañas del infierno, seguido por el estruendo de una explosión que iluminó el horizonte con un resplandor rojizo. Raíz Profunda despertó de la noche con el sonido del terror.
—¡Demonios! —gritó una voz desde la calle—. ¡El cielo se ha teñido por la sangre derramada de…!
Kaelen se quedó paralizado, viendo cómo las sombras se movían demasiado rápido, demasiado fluidas, entre las casas. Oyó la voz de su padre abajo, grave y llena de una urgencia que heló la sangre en sus venas.
—¡Kaelen! ¡Coge a tu madre y corre hacia el bosque! ¡Ahora!
Bajó las escaleras de dos en dos. Su padre ya empuñaba aquella espada, su madre pálida en shock al saber lo que vendría. Los ojos de su padre derramaban dolor pero no con ansias de repartirlo si no con el propósito de defender a los suyos.
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Editado: 17.10.2025