Tears: Almas Corrompidas [#2]

10.- EQUINOCCIO

A pesar de todo lo que me atormentaba, no podía negar que me emocionaba demasiado estar cumpliendo mis dieciocho años. Puesto que eso no solo significaba mi mayoría de edad, sino que también era un parte aguas para poder liberarme al fin de aquellos grilletes que me habían mantenido en un letargo tortuoso durante años.

Era obvio que tenía control sobre mi magia, así que no tendrían excusa para deliberar que era prudente quitármelos. Aunque lo comenzaba a dudar cada vez que veía otro cartel con mi rostro y la frase, que de solo recordarla me causaba escalofríos.

En ese momento, podía sentir las miradas de todos los presentes clavándose en mí como si intentaran descifrar un enigma. Descubrí en ellas miedo, odio, indiferencia, asombro, e incluso un destello peculiar que relucía en algunos ojos como chispas de algo más profundo.

Estaba en la entrada del salón de fiestas de Evermoorny, donde el legendario baile del equinoccio de otoño estaba en pleno apogeo. Era mi primera vez asistiendo, y bastaron unos instantes para entender por qué todos lo añoraban tanto. En el centro del lugar, un majestuoso árbol otoñal se alzaba, con un fulgor etéreo que parecía venir de su propia savia. Sus hojas doradas y carmesí caían en un ciclo eterno, como si danzaran al ritmo de una melodía inaudible. Su descenso era guiado por ventiscas suaves, que las llevaban a través del salón en un bucle que resultaba hipnótico.

El suelo estaba alfombrado con estas hojas brillantes, formando un mosaico cambiante que crujía delicadamente bajo los pasos de los asistentes. Entre las hojas, pequeñas raíces ornamentales se entrelazaban, creando detalles orgánicos que parecían latir con vida propia, aunque nunca resultaban un obstáculo al caminar. El aire estaba impregnado con un aroma dulce, una mezcla de especias y flores otoñales, y la iluminación, cernida por los reflejos de las hojas doradas, parecía envolver a todos en un aura mística y sobrenatural.

La luz cálida y abundante de los candelabros de cristal hacían resplandecer mi vestido negro, que estaba lleno de pequeños brillos en todo el corset y la falda amplia que se extendía desde mi cintura hasta el suelo. Decidí comenzar a descender la escalinata con cuidado para no tropezar, bajo la atenta mirada de todos los presentes. Visualizando la mesa donde se encontraban mis tíos, hermanos y la familia de Hailyn. Había decidido asistir a última hora, pues me negaba a hacerlo. Aun así, al final comprendí que debía enfrentar esos pequeños miedos que aún me atormentaban.

Camine por el lugar con una sutileza impecable, deteniéndome a admirar cada detalle sin que el claro rechazo de la mayoría llegara a intimidarme. Me regodee un poco al escuchar mis propios pasos hacer crujir las hojas del suelo, pateándolas un poco a pesar que sabía que mi enorme vestido me lo impedía.

Sin más, me dirigí a la mesa donde, afortunadamente, sobraba un asiento. Las expresiones de sorpresa de quienes estaban allí no pasaron desapercibidas; todas sus miradas seguían mis movimientos como si hubieran sido atrapados en un hechizo.

—Buenas noches a todos, disculpen la demora —salude con algo de timidez, pues realmente me avergonzaba interrumpir su cena.

—Cariño. Si viniste —la primera en saltar a recibirme fue mi tía Ana, la cual hacia resonar el suelo con sus hermosas zapatillas incrustadas de diamantes—. Te ves hermosa.

—Gracias tía, y si, esta vez sí pude llegar —mencione, sabiendo que comprendería mis palabras. Ella simplemente asintió y me abrazo—. Estoy feliz de al fin poder sentir que merezco estar aquí.

—Siempre has pertenecido —me susurró de la misma forma que yo lo hice.

La complicidad entre nosotras siempre había sido evidente, pero en momentos como ese me hacía sentir que realmente tenia alguien en quien podría confiar siempre.

—Un gusto verte —me saludo la señora Sourgey, con su característica sonrisa—. Feliz cumpleaños, por cierto.

—Feliz cumpleaños Kath —soltaron los padres de Hailyn dedicándome un gesto sincero.

—Muchas gracias a todos —me sinceré, aunque en el fondo me sentía algo incomoda.

A pesar de que llevaba dos años celebrándolo, aún era extraño recibir tantas felicitaciones.

—Ah, querida, siéntate aquí —dijo mi tío John, levantándose de su silla con su característico tono paternal y autoritario—. No te preocupes, mandaremos por otra silla.

—¿Otra silla? —pregunté, intentando sonar indiferente, pero temiendo en el fondo la respuesta. Si su familia estaba ahí, ¿él también lo estaría?

—¿Para quién más podría ser? —dijo Christopher, con una sonrisa que tenía un matiz de burla que comprobó mi teoría.

Antes de que pudiera insistir, una voz conocida resonó a mis espaldas, arrastrando un escalofrío que no pude ocultar.

—Kathrina —sonaba calmado, sin otras intenciones aparentes de por medio. Sin embargo, sabía que cada palabra que saliera de sus labios tenía un doble filo—. Que sorpresa verte aquí.

Giré lo suficiente para encontrarme con Kayden. Su figura se alzaba como si el tiempo hubiera decidido detenerse para darle protagonismo. Su expresión era una mezcla de suficiencia y algo que nunca lograba descifrar del todo. Estaba ataviado con un traje negro hecho a la medida y su cabello estaba perfectamente acomodado, como si de un gallardo príncipe se tratara.




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