Al final la cena había terminado sin más inconvenientes, y con el anuncio de un compromiso entre mi hermano y mi amiga. No sería algo próximo, pero al parecer deseaban que las familias estuvieran enteradas de sus intenciones al graduarse. Kayden y yo nos ignoramos el resto de la noche, aunque de vez en cuando lo encontraba mirándome, y viceversa.
Volver a Evermoorny una semana más se sentía como un suplicio, a pesar de que ya casi nadie me prestaba más atención de la debida. Lo cual sin duda agradecía.
Todo parecía ir machando demasiado “bien” para ser cierto.
La clase de alquimia por su lado siempre tenía ese aire denso y casi asfixiante, entre fórmulas complejas y vapores de ingredientes que, honestamente, a veces no sabía si eran útiles o simplemente estaban ahí para confundirnos. Mientras el profesor hablaba frente al tablero, trazando símbolos y explicando la transmutación de metales, sentí cómo mi mente vagaba a otro lugar.
No era que no me interesara, pero era difícil no pensar en todo lo que había aprendido últimamente con mi extraño compañero de crimen. Sus enseñanzas iban más allá de lo que cualquier clase en Evermoorny podía ofrecer, y, aunque detestaba admitirlo, era un maestro excepcional, incluso con su humor venenoso.
—La alquimia no es solo ciencia; es un arte. Una disciplina que nos enseña no solo a transformar los elementos, sino a comprender las transiciones de la naturaleza misma. El cambio, chicos, no es solo físico, es espiritual, energético. Es un reflejo de la esencia del universo.
Aquello captó mi atención por completo. Había algo en sus palabras que conectaba con lo que había aprendido con Cuervo, aunque de una forma mucho más académica. Recordé cómo él hablaba de la energía que fluía en todo ser vivo, de cómo cada cambio, por pequeño que fuera, tenía un costo que debíamos asumir.
El profesor levantó un trozo de plomo y una lámina dorada, mostrándolos como si fueran trofeos.
—Tomemos estos dos ejemplos. El plomo, pesado, opaco, común. Y el oro, brillante, valioso, casi eterno. Ambos son materiales, pero su diferencia radica en algo más profundo que su apariencia. La alquimia nos enseña que, con las herramientas correctas, podemos transformar lo ordinario en extraordinario.
Esbozó un círculo de transmutación en el tablero, detallando los pasos y la energía necesaria para lograr tal proeza. En este rasgó diversos dibujos que parecían representar runas. Me apresure a copiarlas en mi cuaderno mientras las realizaba, pues nunca se sabía cuándo se podrían necesitar.
—Pero no se equivoquen —continuó mientras trazaba líneas precisas con la tiza—, no se trata solo de magia o ciencia. Este proceso requiere sacrificio. El cambio siempre tiene un precio. ¿Alguna vez han notado cómo los grandes cambios en la vida también requieren perder algo? —Hizo una pausa, como si quisiera que reflexionáramos—. ¿Alguno de ustedes ha perdido algo al cambiar?
Por un instante, pensé en lo que había aprendido recientemente. Los sacrificios de la alquimia no eran tan distintos a los de la vida misma. Cuervo lo había explicado en su estilo mordaz: “Para ganar algo verdaderamente valioso, siempre debes estar dispuesto a entregar algo de igual valor, Kathrina. No es solo una ley alquímica; es una ley de la existencia”.
Entonces comprendí a lo que se referían. Para lograr transformar algo debías estar dispuesto a perder lo que antes era. Así funcionaba la vida. Por eso me estaba preparando. Sabía que llegaría la hora de tener que abandonar algo, y quería que estuviera lista para cuando fuera el momento.
El profesor Bennett entonces lanzó su pregunta al aire:
—¿Cómo creen que se logra transformar un metal en oro sin utilizar la piedra onix?
El silencio cayó sobre la sala como una manta pesada. Mis compañeros evitaban su mirada, claramente perdidos o simplemente temerosos de equivocarse. Pero yo sabía la respuesta, gracias a lo que había aprendido en mis “clases”. Levanté la mano con decisión.
—La clave está en alterar su energía interna, no solo en modificar su composición externa —dije, sintiendo que todas las miradas se clavaban en mí—. Para eso primero hay que diseccionar su núcleo y después usar la gema de la transfiguración para alterarlo.
El profesor giró hacia mí, levantando una ceja.
—Exacto. Pero dime, Kathrina, ¿cómo lo sabes?
Ese instante se sintió eterno. No podía admitir la verdad. Nadie debía saber de dónde venía realmente mi conocimiento.
—He leído mucho sobre el tema, profesor —mentí con la mejor sonrisa que pude forzar.
Pareció aceptar mi respuesta, aunque me miró con cierta curiosidad antes de continuar su explicación. Pero su siguiente comentario se quedó grabado en mi mente:
—La alquimia es el arte de los cambios trascendentales, pero también de los pequeños. Recuerden esto, alumnos: los grandes cambios pueden forjarse en lo profundo, pero incluso el más pequeño detalle puede desestabilizarlo todo.
Mientras el profesor Bennett retomaba el tema, me permití un momento para reflexionar. ¿Cuántas veces había visto esa verdad reflejada en mi propia vida? Cada elección, cada paso, incluso los más insignificantes, parecían acumularse para formar algo mucho más grande. Y ahora, con todo lo que estaba pasando, sentía que estaba al borde de un cambio inmenso, como si la transmutación que el profesor describía no fuera solo teórica, sino algo que me esperaba más adelante, tangible y peligroso.
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Editado: 08.03.2025