El viento nocturno acariciaba mi rostro mientras lanzaba los paquetes por el balcón, uno tras otro, envolviéndolos en hechizos de invisibilidad apenas rozaban el aire. Cada objeto era una pequeña parte de mi historia, un fragmento que había decidido no dejar atrás. Aún no sabía cómo sortear las salvaguardas feéricas que custodiaban la casa, pero ese sería un problema para más tarde. En ese momento, solo podía concentrarme en la urgencia de sacar mis recuerdos antes de que el pasado se cerrara sobre mí para siempre.
Me detuve por un instante, apoyándome en el marco de la ventana, y dejé que mi mirada recorriera el interior de la habitación. Todo estaba tan igual, tan inmóvil, que por un momento me pregunté si el tiempo había tenido el descaro de congelarse de esa manera. Aquella habitación había sido mi refugio, mi fortaleza contra el mundo. Un rincón donde los secretos se escondían en cajones y los sueños se aferraban a las esquinas. Ahora, sin embargo, solo era un eco de lo que había sido.
Un suspiro escapó de mis labios. Tenía que bajar. No podía quedarme ahí por siempre. Pero no podía presentarme ante ellos con ese vestido plateado que no me pertenecía. No podía permitir que esa fachada me delatara.
Busqué en el armario, entre las telas que mi tía había dejado años atrás cuando se marchó. En aquel entonces, los vestidos me colgaban como cortinas, enormes y ajenos. Pero ahora... ahora deberían quedarme a la perfección.
Mis dedos se detuvieron sobre una tela suave y delicada. Un vestido lila, elegante y con pedrería diminuta que capturaba la luz con un brillo sutil. El escote en forma de corazón le daba un aire clásico, y su caída era tan ligera que apenas sentí su peso en las manos. Al probármelo, la tela se moldeó a mi cuerpo como si hubiera esperado ese momento.
Busqué entre las pequeñas joyas que había guardado en secreto. Entre ellas, encontré un colgante que mi tía solía lucir en las fiestas: un diamante en forma de corazón, transparente y perfecto, sostenido por una cadena dorada. Era sencillo y elegante, una joya que hablaba sin palabras. Lo sujeté alrededor de mi cuello, sintiendo el frío del metal contra mi piel.
Para el cabello, no necesitaba nada elaborado. Solo recogí los mechones largos con unas peinetas doradas, dejando que dos mechones enmarcaran mi rostro. Era un detalle sencillo, pero suficiente. No necesitaba más para sentirme parte del escenario, para ser una sombra que se deslizaba entre el lujo y el engaño.
Me observé en el espejo. La mujer que me devolvía la mirada era una extraña y, al mismo tiempo, era yo. Lista para enfrentar lo que viniera.
Mientras abría la puerta para salir, el sonido de pasos suaves me hizo detenerme. Contuve la respiración. Coraline. Su silueta se deslizaba por el pasillo, buscando algo, o tal vez a alguien. Cerré la puerta con sigilo, pegando la espalda contra la madera. Tenía que esperar.
Después de lo que pareció una eternidad y con el corazón latiendo en mis oídos, me deslicé hacia la puerta y la abrí con cautela. El pasillo se extendía frente a mí. Caminé con pasos ligeros, cada uno calculado, para después bajar las escaleras con una ligereza no tan propia de mí. Suspiré de alivio cuando me vi en la antesala principal, no había casi nadie y los pocos que ahí se encontraban estaban muy distraídos como para notarme. Justo cuando creía que el peligro había quedado atrás, una figura emergió de la penumbra.
Allen.
Mi respiración se detuvo. Estaba recargado contra la pared, con una copa en la mano y la mirada perdida. La luz dorada acariciaba su rostro, delineando su ceño fruncido y la tensión en su mandíbula. Cuando nuestros ojos se cruzaron, sentí cómo la sangre se helaba en mis venas.
Por un segundo, temí que me reconociera. Que la noche terminara ahí, en un grito y una traición.
—¿Perdida? —preguntó con desgana, alzando una ceja.
Me obligué a sonreír, a sostener su mirada como si no tuviera nada que temer.
—Solo buscando un poco de aire fresco —respondí, modulando mi voz para hacerla más suave, más ajena.
Allen me observó unos instantes más, y en esos segundos pude sentir cómo su mirada me atravesaba, buscando algo que no logró encontrar. Al final, bebió un sorbo de su copa y se apartó apenas lo suficiente para dejarme pasar.
—El jardín está por ahí. —Asintió hacia el pasillo contrario al que planeaba tomar.
—Gracias —susurré, y crucé junto a él, rezando para que no pudiera oler el miedo en mi piel.
Cuando me alejé lo suficiente, mis piernas casi flaquearon. No me había reconocido. No realmente. Pero el peligro estaba lejos de haber terminado.
Con el corazón en un puño, me dispuse a atravesar el salón con cautela, tratando de colarme entre los invitados para salir por la puerta que daba al jardín. Pero apenas di unos pasos, la fortuna decidió volver a ponerme a prueba.
Allí, en medio del salón, con su porte impecable y su mirada de halcón, estaba nuevamente Coraline. La esposa de Sthepano. Su silueta destacaba como una sombra que podía devorar todo a su paso. Su vestido azul oscuro abrazaba cada curva con elegancia mortal, y en su mirada brillaba esa astucia que siempre había temido.
No podía dejar que me viera. No sabía cuánto podía durar el velo de una sirena, pero no pensaba seguir tentando mi suerte.
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Editado: 08.04.2025