El silbido del aire cortando la oscuridad fue la única advertencia. Me agaché por instinto, sintiendo cómo algo afilado rozó mi mejilla. La adrenalina se encendió en mis venas como fuego líquido. El corazón me latía en el pecho, fuerte, rápido, casi doloroso. No podía ver de dónde venía el siguiente ataque, pero lo sentía, como una pulsación en la sombra.
Otro proyectil, otra chispa de magia. Lancé un hechizo defensivo que estalló en un destello, apenas bloqueando el golpe. La fuerza me lanzó contra el suelo, y sentí el impacto retumbando en mis huesos. Me levanté de inmediato, jadeando. Mi mano temblaba mientras intentaba concentrarme en el siguiente movimiento.
No veía a mi atacante. Solo sentía su presencia, deslizándose por el aire, envolviéndome como un susurro cruel.
No podía tocarlo. No podía alcanzarlo.
Y cada intento fallido me costaba caro.
La oscuridad era un laberinto, y cada paso que daba se sentía como caer más profundo en ella. Pero no iba a rendirme. No esta vez.
Lancé otro encantamiento y una ráfaga de luz vino cortó la penumbra. Por un instante, creí haberlo acertado, porque algo se estremeció frente a mí. Sonreí.
Victoria.
O eso pensé.
—Bien… pero lento.
La voz fue un susurro en mi oído, tan cercana y suave que heló mi sangre. El mundo pareció detenerse, y el miedo se clavó en mi pecho.
Me giré, pero no había nada. Solo la sombra.
—Nunca… te distraigas.
Y entonces lo sentí. Un golpe invisible que me sacó del suelo, lanzándome como una muñeca de trapo. El aire fue arrancado de mis pulmones, y la caída fue tan rápida que no tuve tiempo de reaccionar.
El suelo me recibió con violencia. Rodé, al mismo tiempo que mis huesos vibraban de dolor. Percibí mi magia chispeando entre mis dedos. Tosí y traté de incorporarme, pero antes de poder hacerlo, una figura emergió de la oscuridad, elegante y letal.
Cuervo.
Su silueta era una sombra difusa. Y su sonrisa… su sonrisa era el filo de una preciosa daga. Tan cruel, aunque debía admitir que muy bella.
—¿Eso es todo lo que tienes?
Me mordí el labio, para contener el orgullo ardiendo en mi garganta. No quería responder. No quería darle la satisfacción.
Pero lo peor fue admitirlo: él tenía razón.
Apreté los puños, y antes de que pudiera siquiera pensar en levantarme, él extendió la mano. No la de ayuda, sino la del castigo.
Un movimiento sutil.
Y el mundo volvió a volcarse cuando me lanzó por el aire otra vez.
El impacto me sacudió hasta el alma. El suelo me recibió con una brutalidad que me robó el aliento, y por un momento me quedé ahí, tendida, jadeando, intentando recordar cómo se suponía que debía moverme. Todo dolía. El cuerpo, el orgullo, la impotencia.
Cuervo se acercó, mientras su silueta proyectaba sombras alargadas sobre el suelo. Se agachó a mi lado, y en su rostro había algo parecido a la paciencia, aunque disfrazada de dureza.
—Jamás podré vencerte —murmuré, con la voz rasposa y rota por el cansancio.
Él soltó una risa baja, casi divertida.
—Por supuesto que no.
Me tendió la mano. Dudé por un segundo antes de aceptarla, dejando que me levantara con facilidad, como si fuera tan liviana como el aire. Me sostuvo firme, pero no lo suficientemente fuerte como para hacerme daño. Sus ojos me evaluaban, buscaban algo en mí que yo misma no encontraba.
—No espero que me venzas —dijo entonces, y su voz fue tan clara.
Me quedé en silencio, intentando descifrar lo que quería decir.
—¿Entonces qué esperas? —pregunté, con la garganta aún seca.
—Que mejores. Que seas más rápida, más letal. Que cuando el verdadero enemigo llegue, seas capaz de mantenerte de pie, de enfrentar lo que se avecina sin vacilar.
Algo dentro de mí se tensó. Cuervo no decía cosas como esas con frecuencia. Sus enseñanzas eran duras y sus palabras pocas, pero cuando las decía, cargaban un peso que a veces me era muy difícil llevar.
Una pequeña sonrisa curvó mis labios, casi sin querer. A su manera, eso era un cumplido.
—¿Crees que estoy mejorando?
Él ladeó la cabeza y en su mirada brillo algo que no pude descifrar.
—No estás muerta. Eso ya es algo.
No pude evitar soltar una carcajada baja, aunque el dolor la convirtió en una mueca.
La sonrisa se desvaneció rápido, sin embargo, otro pensamiento me atravesó como una daga.
—¿Y qué se supone que debería hacer con lo que te conté? —Mi voz se tornó más grave, totalmente cargada de incertidumbre. El peso de lo que sabía era como una sombra constante sobre mis hombros.
Los ojos de Cuervo se estrecharon, atentos.
—Sourgey intentó matarme dos veces además de aquella ocasión en la hoguera —confesé, aunque la verdad ya estaba ahí, flotando entre nosotros. Mi voz era baja, pero firme. Tenía que decirlo, dejarlo salir. Tenía que escucharlo yo misma para creerlo. Cuervo no mostró sorpresa, pero algo en su rostro se endureció—. La primera fue con veneno. Si no fuera porque Miles me enseñó a reconocer cada planta y aroma, me habría matado.
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Editado: 16.06.2025