Tears: Almas Corrompidas [#2]

30.- ALMAS CORROMPIDAS

Cuando llegué a mi habitación esa noche, Fier ya se había marchado.

No hubo palabras de despedida, tampoco una última mirada, ni siquiera un portazo a la distancia que me indicara que se había ido. Solo una nota, dejada con prisa sobre el escritorio; su caligrafía estaba más desordenada de lo normal, como si incluso escribirla le hubiera dolido. Su partida no me sorprendió. Siempre supe que él se iría de esa forma: en silencio, sin alardes y sin concederme el peso emocional de una escena. Fier no sabía lidiar con los finales. Yo tampoco. Tal vez por eso nos entendimos tan bien durante tanto tiempo.

Y aun así… sentí una punzada en el pecho al ver su ausencia materializada en el espacio vacío junto a la ventana. Se había ido en el peor momento. O tal vez en el único momento posible. Cuando todo en mí era caos, cuando apenas podía sostenerme sobre mis propias piernas, cuando cada parte de mí crujía como si fuera a romperse al menor roce. Él lo supo. Y por eso se fue. No por cobardía, sino por amor. Porque después de tantos años de arrastrar mis sombras como si fueran suyas, Fier al fin se permitía pensar en él mismo.

Y yo… yo no podía detenerlo.

No debía.

Me dije que estaría bien. Que podía con eso sola. Que debía poder. Pero era mentira. Una de esas mentiras dulces que una se repite como un rezo para no desplomarse en medio del pasillo.

Me castigaron, por supuesto. A estas alturas, las reglas pesaban sobre mí como una rutina inevitable. Como si todos esperaran que cualquier cosa que tocara terminaría por romperse. Me asignaron guardaespaldas. Siempre presentes, detrás de mí, como si mi cuerpo ya no me perteneciera. Los primeros días fueron asfixiantes. Su sola sombra me revolvía el estómago. Pero terminé aceptándolo, como había tenido que aceptar tantas otras cosas. Aprendí a caminar con la vigilancia respirándome en la nuca y a fingir que no me molestaba.

Tuve que mentir. No del todo, pero lo suficiente. A nadie le convenía que la verdad saliera a la luz. Había nombres que no se tenían pronunciar, pactos que no debían cuestionarse y heridas que era necesario ocultar para que el mundo siguiera girando sin tambalearse.

Solo Hailyn sabia la verdad.

Le conté todo. Con la voz quebrada y el alma hecha jirones. Se lo debía. Ella me miró con esa ternura que tanto duele, como si su corazón pudiera seguir latiendo incluso cuando el mío ya no supiera cómo hacerlo. Aún no habíamos hablado de lo que pasó entre nosotras, pues no había encontrado las palabras. Pero era consciente de que esa conversación aún estaba suspendida en algún lugar entre ambas. Como un puente que se negaba a derrumbarse.

No me sentía lista. Quizá porque cada vez que pensaba en ello, algo en mi interior se cerraba como una flor muerta. Pero una cosa sí tenía clara: ella no tiene nada que perdonarme. Nada que cargar. Si acaso, era yo quien cargaba con una deuda inmensa. Porque cuando todo en mí se quebró, ella fue quien se quedó. Cuando mi mundo se volvió inhabitable, Haylin fue quien decidió seguir caminando a mi lado.

Aunque el dolor no se había ido y la oscuridad seguía susurrando detrás de cada pensamiento, sabía que no estaba completamente sola. Al menos, no del todo. Aunque a veces lo pareciera.

En cuanto al resto… bueno, no me interesaba demasiado.

El señor Wolfreind tuvo la amabilidad, o tal vez la culpa, de enviarme una invitación para una cena formal, una especie de intento torpe por reparar lo irreparable. Decía algo sobre disculpas y honores. No la abrí del todo. La leí lo justo para saber que no quería estar ahí. La decliné sin pensarlo. No tenía espacio para esa familia en mi vida, mucho menos después de todo lo que pasó. No me quedaba rencor, pero sí un agotamiento profundo, una especie de saturación emocional que no me permitía fingir cortesías.

Aun así, pedí a Hailyn que averiguara por Tamara.

Ella no tuvo la culpa de nada y, aunque en ese momento no tuve la fuerza para quedarme a comprobar cómo estaba, su imagen inconsciente me seguía visitando a ratos, entre sueños rotos y recuerdos que no terminaban de acomodarse. Supuse que una parte de mí necesitaba saber que estaba bien. No por ellos, sino por ella.

Los días en Evermoorny se habían vuelto monótonos, las investigaciones seguían igual, no había vuelto a ver a Cuervo y sentía que todo en mi vida iba en decadencia. Sin embargo, esa tarde salimos todos: Chris, Hailyn, Kayden, Cecilí y Ralph. Fue una idea de último momento, un acuerdo casi forzado para distraernos, o tal vez para distraerme a mí. Yo no tenía muchas ganas, si soy honesta. Pero la idea de poder caminar sin la sombra constante de mis guardaespaldas fue suficiente incentivo para aceptar. A veces, la libertad se disfrazaba de normalidad, y aunque esta estuviera fingida, me aferraba a ella como si fuera real.

Caminábamos entre las calles cuando me rezagué un poco. No lo hice a propósito, simplemente ocurrió. Me quedé atrás, atrapada por un instante de silencio, observando cómo un cuervo cruzaba el cielo lentamente, luciendo sus majestuosas alas negras. Pensé en Cuervo. En sus entrenamientos despiadados. En sus frases secas y sin consuelo. En su manera de empujarme más allá de mis límites, como si supiera que iba a necesitar cada gramo de fuerza para sobrevivir.

Y tenía razón. Gracias a él seguía viva.

Me gustaría creer que ese cuervo era suyo. Que me estaba vigilando desde lejos, asegurándose de que no olvidara lo que soy capaz de hacer. A veces, la única forma de protegerse es endurecerse. Él me enseñó eso. Aunque doliera y me robase parte de lo que alguna vez fui.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.