Tears: Almas Corrompidas [#2]

39.- INVIERNO ETERNO

Los días pasaban, aunque yo apenas podía sentirlos. Todo parecía borroso, como si el mundo se hubiera detenido y solo yo siguiera caminando entre cenizas. Pero no era así. El mundo seguía, y con él, las consecuencias de todo lo que había salido a la luz.

Apenas unos días atrás se llevó a cabo el juicio de mi tía Anna. Lo recuerdo perfectamente. Cada palabra, cada testimonio, cada prueba presentada fue como una piedra más sobre mi pecho. El veredicto fue tan claro como doloroso: culpable de los asesinatos de mis padres, de mi tío John, del uso de magia oscura, de la manipulación de runas ancestrales y encantamientos prohibidos. La sentencia fue inmediata. Cadena perpetua en Baneley, la prisión mágica de máxima seguridad. Una fortaleza oculta entre los páramos helados del bosque de Draegenhall, inaccesible salvo por las llaves selladas y custodiadas por el Magiesterio. Nadie sale de Baneley. Nadie.

Y, aun así, su condena no me trajo paz.

Karl, el hijo adoptivo del tío John, llegó desde Italia pocos días después del juicio. Nunca habíamos tenido una relación especialmente cercana, pero su presencia fue un alivio inesperado. Se notaba que también estaba roto, pero supo mantenerse firme durante el funeral y todas las ceremonias que siguieron. No pronunció muchos discursos, ni se permitió quebrarse en público, pero se notaba en su mirada que el dolor lo consumía por dentro.

Durante las horas más difíciles, nos acompañamos en silencio. A veces era lo único que se podía hacer. Él entendía el peso de una pérdida como esa, aunque no hubiera crecido a nuestro lado. De alguna forma, el duelo nos igualó.

Karl decidió quedarse unos días en casa. Dijo que quería asegurarse de que todo estuviera en orden antes de volver a Italia, aunque sospecho que también necesitaba quedarse un poco más para entender qué rayos había pasado con su familia. Y fue entonces que, en medio de esa pausa obligada, aceptó ayudarme con algo más grande: la empresa.

Industrias Moonlight ahora me pertenecía. No porque yo lo hubiera deseado, sino porque simplemente así terminó siendo. Karl me ofreció su consejo, su experiencia. Dijo que me acompañaría a distancia, que podría escribirme, enviarme información, incluso ayudarme a tomar decisiones importantes si lo necesitaba. Lo agradecí más de lo que fui capaz de decirle.

Esa misma mañana, Karl partió de regreso a Italia, pues la empresa del tio John necesitaba de su presencia. Lo despedí desde el umbral, con una taza de té a medio tomar en las manos. Él me dedicó una última mirada seria y firme, como si supiera que en cualquier momento me rompería otra vez. Y tal vez no se equivocaba.

Volvió a meter las manos en los bolsillos de su abrigo, asintió en silencio y desapareció al cruzar los portones de la propiedad.

Y yo me quedé ahí, sintiendo el viento cortarme las mejillas, preguntándome si algún día podría perdonarme por no haber visto antes todo lo que estuvo frente a mis ojos.

En ese momento nos encontrábamos en la cabaña de mis hermanos. Esa construcción de madera vieja que habíamos visitado incontables veces durante esos últimos meses, cuando simplemente necesitábamos escapar del mundo o para pasarla con amigos. Esta vez no era distinto. Nos fuimos allí no solo para alejarnos del ambiente sofocante y doloroso de la casa del tío John —que ya no era hogar sino un recordatorio de lo perdido—, sino también porque, en medio del caos, la sangre, los gritos y los entierros... habíamos olvidado algo esencial: el cumpleaños de los mellizos.

Incluyendo a Christopher.

El solo hecho de pensarlo me hacía sentir miserable. No era su culpa todo lo que había pasado. No era culpa de Ralph, ni de Hailyn, ni de nadie de ellos que nuestras vidas se hubieran llenado de muerte y oscuridad. Pero, aun así, los arrastramos a todo. Y yo… yo me había olvidado de celebrar el día en que llegaron al mundo.

Así que cuando decidieron organizar un pequeño encuentro en la cabaña para distraerse, no tuve el corazón para negarme. Tampoco para oponerme a la presencia de Cecilí, aunque me resultaba incómoda. Algo en ella siempre me había parecido... demasiado calculado. Demasiado perfecto. Pero no era el momento para peleas internas. No quería ser yo quien arruinara un momento que, a pesar de todo, era de ellos. De mis hermanos. Que también estaban sufriendo, cada uno a su manera.

Además de los mellizos y Cecilí, también estaban Hailyn —que no se había separado de mí desde la visita al hospital—, Jazzlyn, Ralph, Kayden, Farith, Rhys y Evelyn. Incluso Miles había venido desde Italia. Nadie le había avisado de lo ocurrido. Fue Karl quien, al llegar, le envió un mensaje, y según me dijo Miles entre lágrimas, tomó el primer vuelo disponible. Desde entonces no se ha separado de mí. Me mira como si en cualquier momento fuera a colapsar —y probablemente tiene razón— y me pide perdón cada tanto por no haber estado antes. Por no haber estado conmigo en lo peor.

Yo no le reprocho nada. Pero tampoco sé cómo sostener su mirada por mucho tiempo. Siento que no merezco consuelo. Ni cariño. Ni palabras bonitas.

Afuera, el bosque crujía con el viento de la noche. Dentro de la cabaña, el fuego crepitaba con suavidad, como un corazón que aún late entre las cenizas. Los demás intentaban hablar, sonreír, reír incluso. Yo los observaba, con una taza entre las manos y los labios sellados. Rodeada de voces familiares, de abrazos, de amor… y, sin embargo, más sola que nunca.




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