Tears: Almas Corrompidas [#2]

EPÍLOGO

La oscuridad del salón no era simple ausencia de luz; respiraba, se movía, se deslizaba por los rincones como un humo vivo que devoraba las llamas de las velas una a una, alimentándose de ellas. El aire olía a hierro oxidado y a tierra antigua, impregnado de un murmullo apenas perceptible: lamentos lejanos, gritos rotos de almas que nunca habían dejado de sufrir, tal vez por castigo o por miseria.

Las paredes, cubiertas por tapices ennegrecidos por la humedad, la sangre seca y el tiempo, parecían contar siglos de atrocidades. Desde el techo, jaulas oxidadas colgaban en cadenas, balanceándose apenas, emitiendo un chirrido sordo que se confundía con un extraño gemido. Dentro de algunas, figuras deformes y encorvadas parecían retorcerse, aunque sus cuerpos no se movían realmente.

En el centro de la cámara, sobre un altar de obsidiana que parecía absorber cualquier destello de luz, reposaba un relicario cubierto de runas antiguas que ardían con un brillo débil, pulsante… como un corazón que se negaba a morir.

Ishyra se mantenía de pie frente al altar, inmóvil, con un manto negro que parecía hecho de sombras, bebiendo de un tazón de eter lo que parecía ser sangre de smoll. Sus ojos, tan fríos que podrían quebrar cristales, estaban fijos en aquel colgante antiguo con un anhelo que rozaba lo enfermizo.

—Falta poco… —susurró, con una voz apenas audible, casi reverente—. Muy poco para que regreses a mí.

Entonces la oscuridad respondió.

Una voz emergió de las sombras, profunda y serpenteante, tan cercana y, al mismo tiempo, tan lejana que parecía venir desde dentro de las paredes. No sonaba humana. Cada palabra vibraba como si el aire mismo estuviera siendo desgarrado.

—Sigues aferrada a la ilusión de que puede volver —la voz parecía sonreír, aunque carecía de boca—. ¿Acaso olvidas el precio?

Ishyra cerró los ojos y apretó los puños hasta que las uñas dejaron marcas en su piel. Una lágrima negra, espesa como tinta, descendió por su mejilla, evaporándose antes de tocar el suelo. Tomó entre las manos un hueso fae aún cubierto de restos del cuerpo al cual fue arrebatado y, con un crujido, lo quebró en dos. Lo dejó caer dentro de la infusión hirviente que había preparado en un cuenco oscuro; el líquido chisporroteó, liberando un vapor denso y violáceo.

—Perdí a mi hija por culpa de los humanos… —susurró, conteniendo la furia en un hilo de voz—. No me importa lo que deba pagar. Todo… todo será por ella.

Un susurro helado atravesó la cámara, apagando dos velas más. Las sombras se acercaron a Ishyra como si quisieran envolverla. La voz volvió a hablar, esta vez mucho más cerca, como si estuviera justo detrás de su oído:

—Entonces comienza la verdadera partida. La chica ya ha dado su primer paso hacia la grieta. Y nuestro viejo enemigo… —hizo una pausa cargada de algo parecido a odio— …también.

Ishyra sonrió, pero no era una sonrisa humana. Sus labios se curvaron con un hambre que rozaba lo inhumano.

—Cuervo cree que puede protegerla. —Su tono era apenas un murmullo venenoso—. Pero ni siquiera él sabe lo que lleva consigo… ni lo que tendrá que entregar cuando llegue el momento. Solo que tú hijo parece seguir con su fascinación hacia él.

El relicario palpitó con violencia, lanzando un destello rojo que recorrió las paredes, iluminando fugazmente los rostros esculpidos en ellas: figuras alargadas, deformes, congeladas en muecas de dolor perpetuo, como si gritaran sin voz, atrapadas para siempre.

La voz volvió a pronunciarse, reptante, casi deleitándose con el peso de sus propias palabras:

—Yo me encargo de eso, pero recuerda, Ishyra… no buscas poder. Buscas una vida que fue arrebatada, un alma que jamás debió cruzar al otro lado. Y las almas… siempre tienen dueño.

Un estruendo apagado resonó en lo profundo de la cámara, y las velas se extinguieron una por una, dejando solo el resplandor de la joya. Ishyra no se movió. La oscuridad le cubría el rostro mientras respondía con una calma que helaba los huesos:

—Entonces… la arrebataré. El precio será… todos los demás.

El relicario dio un último latido, tan brutal que hizo crujir las paredes y estremeció el altar. No sonaba como un objeto, sino como un corazón que acababa de recordar que quería volver a vivir.




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