Temporada de corazones rotos (fanfic de Luna Nueva)

Temporada de corazones rotos

Desperté dentro del Suzuki Carry, con una mejilla pegada al volante.  

Limpié la baba de la comisura de mi boca e invoqué mi último recuerdo.  

¿Qué había pasado? 

Luego, de que Edward me abandonara en el bosque, había corrido tras de él, intentando impedir que me dejara. En mi desesperada carrera, había tropezado, acurrucándome entre la maleza húmeda del bosque, a la espera de que alguien notara mi ausencia y fuera en mi rescate.  
Para mi suerte un joven musculoso y sin camisa, me había cargado estilo princesa hasta la casa.  
En la depresión por perder al amor de mi vida, pasé los días pegada a la ventana de mi habitación, sentada en una mecedora, viendo el tiempo pasar inexorable a pesar de mi dolor...  

Entonces llegaron unos hombres de blanco que me dijeron <<ven>> y yo les dije <<no, no, no señor, ya lo ven... yo no estoy loca... estuve loca ayer, pero fue por amor...>> 

Sacudí la cabeza y apagué la radio. La canción de José Luis Perales, se silenció de manera abrupta.  

Me froté las sienes para evocar realmente mi último recuerdo y no la película que había visto hace poco e hice memoria. 

Con parsimonia, palpé los bolsillos de mi chaqueta y revisé el celular.  

En primer lugar, no habían pasado tres meses, sino tres días, desde que el vampiro sin responsabilidad afectiva se había largado. 

Luego de que terminara YO con él, porque YO le había dado fin a la relación y no al revés; fui a casa y asalté el refrigerador. No había nada dulce. Ni helado, ni chocolate, ni nada alto en azúcares, que me ayudara a lidiar con la pena de saberme abandonada. 

Después de mucho rebuscar, encontré unos brownies de dudosa procedencia. Como el hambre producto de la tristeza era más grande, me los devoré todos. 

No fue hasta que comencé a escuchar los colores que me percaté de que no eran brownies normales. Eran mágicos.  

Con su dulzor, me habían llevado a una fantasía en la que luego de que Edward se marchara, yo había corrido tras él, para perderme en el bosque y ser rescatada por machos descamizados. Como toda una princesa en apuros. 

Sin embargo, la cruda realidad es que había pasado tres días drogada sentada en el auto. 

Con lentitud, salí del vehículo. Afuera, estiré los brazos sobre mi cabeza y me froté el trasero. Lo tenía adolorido de tanto estar sentada. Y ni hablar de la espalda.  

Alcé el rostro, sintiendo como el roció de la mañana penetraba en mi piel. 

Un nuevo día comenzaba. Uno en el que iba a tener que lidiar con mi resaca y el agujero en mi pecho. 

*** 

— ¡Willy! —Llamé con voz ronca, cuando ingresé a la casa. Estaba desierta, salvo por una nota escrita por una letra apresurada.  

Se había ido con Taylor, por no sé cuántos días a no sé dónde. La nota sólo decía: “Me fui con Tay, hay dinero en el frasco del estante de la cocina”. 

Fui hasta la cocina y efectivamente encontré unos cuántos dólares. Observé con detenimiento y me percaté que eran varios dólares... ¿Y si se había largado con su novio, dejándome sola en ese pueblucho?  

Maldita sea... ¿Se habían confabulado todos para abandonarme?  

Oh.  

Tal vez, en ese caso sería una cámara escondida y ¡sorpresa! Todos entrando por la puerta con globos y regalos... 

Di un bufido. 

Eso era fantasioso hasta para mí y lamentablemente no estaba bajo el efecto de las drogas para creerme semejante tontería. 

La tristeza volvía a apagar mi ánimo, de modo que, aprovechando que tenía plata encargué por delivery todo tipo de comida chatarra. Si algo iba a sustituir en algo mi serotonina eran las papitas y la coca. Y un enorme pote con helado de chocolate. 

*** 

Bien entrada la noche, mientras me empinaba lo que quedaba de la botella de dos litros de coca, alguien entró a la casa. A pesar de la serie de fondo en la tele, agudicé el oído.  

Los pasos del intruso eran ligeros y se acercaba hasta donde me encontraba.  

Di un vistazo a mi alrededor, buscando con qué defenderme. Los flashes de la tele iluminaban tenuemente la salita, sin embargo, pese a la oscuridad, pude localizar el atizador de la estufa. 

Lo cogí con ambas manos y enfrenté al intruso.  

— ¡Julieta qué haces! —Gritó la voz de mi hermano. 

Retrocedió un par de pasos y prendió la luz. Llevaba una chaqueta empapada por la lluvia, al igual que su cabello.  

Di un suspiro y bajé el atizador. 

— ¡Idiota! —Golpeé su brazo con un puño. — ¡Me asustaste! —Di otro golpe, del que sí se quejó. 

— ¡Idiota tú! ¡Qué pretendías hacer con esa cosa!  

Apuntó al objeto. Me encogí de hombros y lo dejé contra la pared. 

— Reventarle el hocico al baboso que se atreviera a asaltarme. ¡Pero eras tú, pedazo de imbécil! ¿No se te ocurrió llamar? ¡Casi te cago a palos! 

— ¡Julieta por Dios! ¡Estamos en Forks! Acá no pasa nada malo... Es un pueblo tranquilo. —Seguí mirándolo con el ceño fruncido. — No hay de que preocuparse. —Rodeó el sofá y se dejó caer sobre éste. Arrugó la nariz, cuando escuchó la bolsa con nachos aplastarse bajo su trasero. 




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