—¿Te operaste la nariz?
Acababa de entrar al salón de trigonometría, cuando una voz masculina a mis espaldas, repitió la misma pregunta que llevaban haciendo todos a lo largo del día.
Entrecerré los ojos y di un bufido. No me molesté en voltearme para ver quién hacía la pregunta por millonésima vez en el día. Ni siquiera me molesté en contestar de buena manera.
—Y a ti que poronga te importa… —Mascullé entre dientes girando sobre mis talones para descubrir al metiche — ¡Ay! Señor Barner… —Con el pasar de las horas, gran parte del escaso alumnado de Forks, se había enterado del chisme. No así los profesores. El patrón del chisme no se repetía para los veteranos. —Eh… No. No me operé. Me fui de hoci… Digo... Me caí. Una pequeña fractura. Nada grave. —Contesté atropelladamente…
Enrojeciendo hasta las orejas, me fui a sentar entre tropezones. La enorme venda que cubría mi nariz entorpecía mi visión.
Por culpa de Willy y sus nulas aptitudes para manejar una motocicleta, tuvimos que ir corriendo hasta el hospital de Forks, concluyendo de manera abrupta las clases que dictaba el melena.
Su corte superficial, provocó una reacción en cadena que terminó conmigo en una sala de urgencias.
—Es increíble como siempre quieres ser el centro de atención. —Bromeó Willy, haciendo referencia a que en primera instancia era él, quién estaba en el suelo, necesitado de asistencia. Sin embargo, bastó un pequeño torrente de sangre saliendo desde su cabeza, para que el alma me abandonara y mi cerebro hiciera corto circuito, sumergiéndome en la inconciencia.
“Guácala, qué asco”, fue el último mensaje registrado en la caja negra que era mi cabeza.
—Cállate Willy. —Repliqué con ojos llorosos, mirando la intravenosa que sobresalía de mi brazo, administrando calmantes. — Por tu culpa voy a tener la nariz chueca.
—Julieta… el doctor dijo que era una leve fractura.
Bajé la mirada hasta mi polerón salpicado de sangre y fruncí el ceño.
—Espérate nomas que lleguemos a la casa. De un puro charchazo quedamos a mano.
—¡Julieta! —Willy profirió un chillido agudo, para esconderse tras la espalda de Jacob.
El cuerpo desgarbado de mi hermano quedó totalmente cubierto por la silueta musculosa de Jacob que hizo de escudo humano. Silencioso, a un costado de la camilla miraba la escena, con una expresión de preocupación en su rostro amable.
—¡González! — Denotó con voz autoritaria el profesor Barner, trayéndome de vuelta al presente. — Ya que está tan atenta a la clase, ¿podría darme la respuesta al ejercicio? —Concluyó, chocando repetidamente el plumón contra la pizarra.
Agrandé los ojos con pánico, al ver la cantidad de acertijos y símbolos que había escrito el viejo en tan poco tiempo. De inmediato, puse mi mejor cara de concentrada, como si eso fuera suficiente para eludir su pregunta.
—¡González! —Apremió el maestro, con el rostro enrojecido.
Últimamente, todos los profesores me escogían como objeto de humillación.
Yo que voy a saber profe.
La única ley que me sabía es la de los signos.
Si es Géminis, miente.
Esa la había comprobado de forma empírica, desgraciadamente.
Lo ignoré y entrecerré los ojos, para finalmente juntar las palmas y dar mi veredicto final.
—Cero, profesor. La respuesta es cero.
Un silencio sepulcral se hizo presente en el salón. Las miradas inquisidoras de mis compañeros iban del profesor a mí, ansiosos de saber quién era el perdedor en este primer round.
—Correcto González. —Su mandíbula se tensó y su rostro se volvió unas décimas más rojo. — Por favor, preste atención a la clase.
Con un gran esfuerzo, suprimí las ganas de gritarle: “Já, en tu cara, Barney el dinosaurio” para luego subirme sobre la mesa y hacer el baile de la victoria.
En su lugar me mordí el interior de las mejillas, para no esbozar una sonrisa triunfal y enfoqué la mirada al frente, fingiendo concentración, mientras mi mente se felicitaba a sí misma por su ingenio.
Por fin, uno de los mantras que me sabía daba resultado. “Si no sé es la c” “La d de Diosito” y “si un problema matemático es lo suficientemente largo y complicado la respuesta es cero”.
Mentira. Esa me la había inventado recién.
De modo que, como el profesor no me pudo humillar y en cambio quedó en ridículo, porque tiembla Einstein que llegó tu competencia, pude divagar tranquilamente el resto de hora que duró la clase.
Los resultados de mis cavilaciones se dejaron ver durante el almuerzo. Angela, en voz baja, cuidando de ser disimulada, reparó en mi mutismo.
Me encogí de hombros y alegué un inexistente dolor de cabeza.
Asintió poco convencida y continuó esforzándose por integrar a Bella, que tenía el mismo aspecto de los zombis en la película que habíamos visto semanas atrás.
Jessica hizo un comentario ácido respecto a su comportamiento y Bella replicó con una ironía. Todos rieron ante su contestación y yo los imité.
Mis escasas reservas de serotonina se iban agotando, volviéndome un autómata, que se mimetizaba con el frío y monótono paisaje de pueblo Tenedor.
***
Luego de largas y tormentosas semanas, por fin pude deshacerme de las vendas que cubrían mi nariz, quedando en evidencia una consecuencia esperable, mas, no por eso menos trágica.
Ahora en lugar de tener una nariz promedio —porque para mí desgracia, no había heredado la nariz respingada de Nancy, esa me la había ganado mi hermano— ahora tenía una ligeramente torcida.
De modo que ya ni siquiera tenía una nariz corriente.
Ni bonita.
Tenía una nariz chueca.
Igual estaba conforme. Con el porrazo que me había dado, era un milagro que no hubiera quedado como Voldemort. O que hubiera tenido que recurrir al cirujano de Michael Jackson.
Además, alegando un inexistente dolor, producto de la fractura, había conseguido pastillas que se vendían sólo bajo receta médica, iniciando así mi breve periodo como “la Heisenberg” de Forks.