Al prescindir de la necesidad de tener un trabajo, con el cual mantenerme, pasaba las tardes, en el mini supermercado que tenía la única máquina de peluches en todo Forks.
Mediante una improvisada y poco creíble excusa, me había ausentado del local de doña Chepa, arriesgando un despido seguro. Sin embargo, aquello ya no importaba.
De milagro, era casi tan rica como el papa y al igual que él, podía convertir el agua en vino y multiplicar los panes.
Incluso podía fundar mi propia iglesia. Con cientos, miles de devotos que me adoraran, para suplir el vacío existencial, que ni todo el dinero del mundo podía llenar.
Nah...
El próximo objetivo era la dominación mundial, porque el dinero no lo es todo. Y ¿qué nos ha enseñado la humanidad a lo largo de la historia? Que no hay mejor estupefaciente que la iglesia.
Nah. Mejor me compro un Ferrari, medité entrecerrando los ojos y apretando la mandíbula, concentrada.
Así gastaría mi tiempo y plata, en lugar de pensar pendejadas que no hacían más que deprimirme.
"Pero, primero lo primero", apremió la voz en mi cabeza.
—¡Hola Julieta! —Saludó enérgica una voz conocida a mi espalda.
Sobresaltada, solté la tenaza que sostenía el peluche a escasos centímetros de la salida, para llevarme una mano al pecho.
—¡Maldición! —Mascullé volviendo la vista al cristal, viendo como nuevamente perdía la jugada.
El chico alto, de cabello hirsuto, frunció el ceño, ofendido por mi saludo.
— ¿Qué haces aquí? —Inquirió acomodando el pack de refrescos, mientras extendía su largo brazo hasta la estantería de las frituras.
—¿No estás viendo? —Repliqué, rodando los ojos. — Quiero un pulpo reversible.
De reojo vi, como un niño de aparentes diez años, acompañado de su padre, me miraba con recelo desde el mostrador, atento a que dejara mi lugar, para ir él por el pulpito.
—¿No deberías estar trabajando en lo de doña Chepa?
—¿Y tú quién eres? ¿El FBI?
Efectivamente, en ese preciso instante, debía estar supliendo mi turno en lo de doña Chepa.
Sin embargo, ante la inexistente necesidad de hacer dinero, por medio de un trabajo honrado, pasaba las tardes peleando el lugar en la máquina de peluches, con mocosos.
Para no levantar sospechas, me ausentaba precisamente los días y horas que me correspondía turno.
Algo que se había vuelto casi innecesario, dado que Willy se la pasaba enfrascado en su mundo de horóscopos, astrologías y rituales, para evitar que el amor de su vida se fuera al trópico.
Entre mis múltiples propuestas, le sugerí que entrara a su casa, y le robara el pasaporte.
"Yo te puedo ayudar..." Iba a agregar.
Mas, le hice caso el sentido común y me mordí la lengua, porque apenas escuchó mi inocente —inocente no, casual se ajusta más al contexto— propuesta, se espantó de tal manera, que parecía haber escuchado el plan, del ser más malvado sobre la faz de la Tierra.
Por bocazas, tuve que aguantar una perorata eterna, luchando por no bostezar y fingiendo que le prestaba atención.
Paul dio un gruñido y puso los ojos en blanco y se reclinó de costado contra la máquina de peluches, con los brazos cruzados.
Me había cerrado el paso, de tal forma que ahora solo quedaba a la vista su imponente figura, obligándome a sostenerle la mirada.
—Los chicos y yo íbamos a invitarte a la playa, tonta. Pero, Jacob dijo que estabas trabajando.
Mis mejillas se estiraron en una sonrisa entusiasta. Llevaba tantos días en la misma faena, que ya comenzaba a perder la gracia.
Me vendría de maravilla un cambio de ambiente, pensé. Eso y el no verme obligada a comprar frituras que se acumulaban en mi bajo vientre, para justificar mi estadía en el mini supermercado.
Claro que podría comprar alimentos más saludables, pero el encargado tenía estratégicamente ubicada la máquina de peluches, entre las frituras saladas y las gaseosas.
Era una ventaja que no estuviera cerca de las bebidas alcohólicas... De otra manera hubiera terminado con un coma etílico.
—¿Te… gustaría ir a la playa conmigo… —Alcé las cejas, confundida. —…y los chicos? —Se apresuró a agregar.
Su voz, se quebró al final de la frase, de manera evidente, sin embargo, lo disimuló rápidamente mediante un carraspeo.
—¡Claro! —Contesté, restándole importancia a ese detalle, volviendo mi atención al cristal que separaba el pulpo de mi pequeña colección. — Pero, primero… mi pulpito reversible. —Introduje la moneda en la ranura y fui por mi intento número indefinido, para conseguir el peluche.
Crucé miradas brevemente con el niño que me miraba furioso desde la puerta del mini supermercado y le saqué la lengua, al ver como su padre lo arrastraba hasta el auto.
—¿Cuántos peluches tienes aquí? —Preguntó Paul, mirando a los asientos traseros, mientras subía al Suzuki Carry.
—¿Quieres uno? —Dije estirándome, y tomando uno al azar.
Las mejillas del muchacho se colorearon de manera instantánea, cuando recibió el elefante rosa.
Masculló algo inteligible entre dientes y desvió la mirada hacia la ventana.
—Su nombre es Fidencio el elefante. —Expuse con orgullo. — Fue el primero que gané. Luego vinieron: Pancracio panda, la jirafa Eduvigis...
—Así que… ¿en lugar de ir a trabajar te escabulles en la tienda a sacar peluches de la máquina?
—También voy al arcade… Tengo una maestría en Pacman.
En lugar de aprovechar mi tiempo —y fortuna— malgastaba ambos en máquinas de hace muchos años atrás, donde todo tiempo pasado fue mejor.
Como una opositora del capitalismo, me comportaba como una alienada, negándome a ser productiva y desperdiciando aquello por lo que todo el mundo trabajaba.
¿Hacer más dinero?
¿Estudiar?
¿Aprovechar el tiempo?
Nah.
Lo mío era competir con niños de diez años, por el lugar en la máquina del mini supermercado y cambiar billetes de dólar por centavos para las máquinas.