La llamada que anunciaba su más grande temor, duró menos de cinco minutos, pero dolía como la tortura más espantosa.
No había experimentado jamás algo semejante, a lo que sentía en ese momento.
Aquello, no era equiparable ni siquiera al dolor de su transformación.
En la agonía de congelar su corazón y entregarse a una eternidad en soledad, destellaba la esperanza de volver a sentirse vivo.
Sin embargo, ahora la débil luz que titilaba a la distancia, se había apagado, dejándole sumido en la oscuridad.
¿Qué iba a hacer?
No concebía la idea de vivir en un mundo sin ella, cargando con el dolor y la culpa de haberla orillado a las circunstancias que le habían arrojado a su prematuro final.
No era lo suficientemente fuerte, para vivir con su recuerdo y saber que ya no podría verla, ni siquiera a la distancia, como un espectador invisible, a cada paso que daba.
Inspiró hondo y con movimientos mecánicos buscó su teléfono móvil.
Con la mandíbula tensa, a causa de su ansiedad, que se incrementaba con cada tono de llamada no atendida, sujetó firme el celular, con cuidado de no destruirlo.
Arrastrando los pies, caminó hasta el ventanal polvoriento, para ver la imponente figura del Cristo Redentor.
¿Escucharía sus plegarias? ¿Tomaría en cuenta las súplicas de una criatura condenada al averno y carente de alma?
—¿Hola? —Una voz áspera respondió al otro lado de la línea.
Pasó saliva, aplacando el temblor en su voz.
—¿Se encuentra Julieta... bien? —Consultó luego de una larga pausa.
No encontraba las palabras precisas para manifestar su interés por la chica, sin caer en la desesperación por la posibilidad de que la visión de Alice fuese correcta.
—Está muerta. —Respondió la voz fría desde el celular de Julieta.
Sin dejar de retener el aliento, apretó el aparato entre sus manos, hasta casi pulverizarlo.
Caminó hasta llegar al borde del ventanal y miró al vacío.
Una caída desde el departamento en el que se alojaba, podría matar instantáneamente a cualquier humano. Sin embargo, él no haría más que destruir los autos aparcados en la vereda.
Levantó la vista hasta el Cristo Redentor y dio un suspiro.
Ahora, donde antes había un corazón roto, un vacío se alojaba en su pecho.
Su corazón había sido arrancado, con dos simples palabras, que no cesaban de repetirse en su cabeza.
<<Está muerta.>>
Y él era el único culpable.