—Maldita sea...
Deseché de inmediato la idea de hacerme la desentendida e ignorar la llamada, cuando vi la expresión de reproche de los Cullen.
Con rapidez, me dispuse a silenciar el aparato, sin embargo, con el nerviosismo, comenzaron a sudarme las manos, y como consecuencia a resbalarse el celular en el bolsillo de mi chaqueta.
Cuando finalmente pude atender la llamada, Gloria Trevi repetía: "escándala"
—¿Doña Chepa? —Murmuré con una mueca de preocupación al ver el remitente.
De reojo, vi como una chica de cabello oscuro y piel bronceada se ponía de pie tras de un escritorio.
Con una sonrisa, dijo a modo de saludo algo que sonó como "buen provecho", con un marcado acento italiano.
Me quedé de piedra al procesar sus palabras.
Iba con un grupo de vampiros a reunirme con otro grupo de vampiros.
Estaba más que claro que me llevaban hasta el matadero.
La pequeña Jane, seguramente era una especie de repartidora de Uver Eats Human, en sus ratos libres y ahora se iba a ganar unas propinas, por llevarles un bocadillo a los estirados disfrazados de Locomía.
Ojalá no le dieran nada y mi sangre les causara indigestión.
—Julieta... —Pronunció con voz suave Edward, mientras tiraba de mi mano para hacerme avanzar.
Hice caso omiso y seguí plantada, al tiempo que mi brazo libre colgaba flojo a mi costado.
—¡Contesta cabra de porquería! —Resonó la voz furiosa de doña Chepa, desde el celular.
Sacudí la cabeza y me resigné a caminar tras Edward, hablando en murmullos. Interrumpiendo el solemne silencio, en el que nos dirigíamos hasta la guarida de la monarquía vampírica.
No podía simplemente colgar y desentender a doña Chepa.
La realeza vampírica, sería todo lo intimidante del mundo, pero doña Chepa enojada, era doña Chepa enojada.
La cantidad de vampiros que me miraba fastidiados había aumentado, sumándose dos guardias que custodiaban las puertas abiertas, de una antesala a la que no quería ingresar.
—Sí, sí. El lunes sin falta. —Respondí al reproche por mi prolongada ausencia.
"Si sobrevivo a hoy." Agregué para mis adentros, cuando advertí la mirada incisiva de las criaturas de ojos inyectados de sangre.
Edward se detuvo y yo choqué con su espalda de frío concreto.
—¡Ay! —Me quejé frotándome la nariz.
Retrocedí unos pasos y miré con detenimiento.
Estábamos en el centro de una sala con aspecto de iglesia gótica. El techo en forma de cúpula se extendía tan alto, que me cuestioné si estábamos en la cima de una colina o en un subterráneo.
Todo era color mármol y bien iluminado. Las paredes, las pequeñas ventanas rectangulares, por las cuales parecía filtrarse luz, el piso de piedra, los pilares de la entrada.
Todo era antiguo, refinado... y opresivo.
Me llevé una mano a la garganta, apaciguando la sensación de ahogo que me paralizaba.
—¡Increíble!
Una exclamación enérgica, irrumpió el silencio.
Todas las miradas, se volcaron en su dirección, expectantes a lo que sucedía.
Un sujeto, de ojos rojos y cabellera hasta los hombros sostenía la mano de Edward, como los gitanos que te veían la suerte antaño.
Sus ojos brillantes, me miraron con la misma emoción, que tenían cuando les dabas una buena propina por sus adivinaciones. Y con la misma amenaza, de que, si no les dabas un peso, te echarían mil y una maldiciones.
—Julieta, él es Aro. —Dijo Edward, retirando la mano, y retrocediendo un paso, para situarse junto a mí.
—Hola. —Saludé con un gesto.
El cuadro en la casa de los Cullen, era un muy buen retrato. El tipo, no era ni pariente de Gary Oldman, como me figuraba.
—Julieta... la chica destinada de nuestro trágico Romeo... ¡Que alegría que tuvieran un final feliz!
Retrocedí otro paso y desvié la mirada hasta las paredes de la fortaleza subterránea. A espaldas de Aro, había tres sitiales de respaldo alto, adornados con símbolos que no alcanzaba a descifrar.
El de en medio estaba vacío, resaltando lo opuesto que eran los ocupantes de los dos sitiales restantes. Mientras uno estaba demasiado aburrido para seguir existiendo, otro segundo más, su compañero estaba vigilante a cada movimiento.
—Dime Edward. ¿Crees que sea inmune a mi poder? —Preguntó Aro, con un deje de malicia en su expresión.
El aludido dio un gruñido y se interpuso entre el vampiro con aires de aristócrata y yo.
Bajo la capa oscura que le llegaba hasta los tobillos, vestía un traje negro a medida. Y como todas las criaturas sobrenaturales con las que me había cruzado, sus andares eran majestuosos y calculados.
No les bastaba con ser atractivos. También tenían que tener plata.
Cierto... porque eran inmortales.
Era lógico, que, a lo largo de los años hubieran ahorrado una considerable fortuna, vivían en Europa.
Ah... pero si vivieran, en mi rancho...
Su castillo, sería la casita del terror y todavía se la estarían pagando al banco, no importa cuantos años de inmortalidad tuviesen.
—Jane... —Dijo, Aro, obligándome a detener mis cavilaciones.
La chica rubia esbozó una sonrisa complacida. Sus grandes ojos rojos, me enfocaron brevemente, antes de volver la vista a Edward y murmurar:
—Dolor.
Edward apretó los dientes y cayó de rodillas. Curvando la espalda, se desplomó con un golpe seco, retorciéndose en agonía.
—¡Edward!
¿Un calambre? ¿Un ataque? ¿Se estaba ahogando?
¡Llamen a House!
Mientras me devanaba los sesos, buscándole una explicación a su repentino padecimiento, la rubia sonreía con auténtica satisfacción.
—¿Y tú de qué diablos te ríes? —La encaré, mientras caminaba en su dirección.
Todo rastro de su sonrisa maquiavélica desapareció, para observarme con auténtico odio.