La alarma sonó impetuosa, rompiendo el sueño en el que vagaba. Ilusiones donde un ambiente tranquilo me invita a deambular en un prado o sumergirme en un río profundo, sintiendo la paz que en la vigilia se me ha perdido.
—Quizás hoy sea un día emocionante —pensé, procurando animarme mientras me acomodaba los zapatos.
La llovizna y las nubes grises sobre mi cabeza indicaban lo contrario, y no hacían más que hacerme dudar sobre la posibilidad de tomarme el día libre. Después de todo, mi jefe últimamente parecía sacudido por la salida de mis antiguos compañeros, y solía abrir más tarde de lo que marcaba el horario. No sabe que ya tengo mi nota de renuncia; estoy buscando el momento ideal para entregársela. Ansío ver la expresión en su rostro, cargado de su habitual ceño fruncido.
Definitivamente, no es el mismo de otras épocas más alegres. Podemos echarle la culpa a la economía y sus vaivenes o, quizás, a su soledad, pero francamente eso no es asunto mío. Lo cierto es que hoy solo sabe cómo hacerme perder el tiempo: esperándole hasta que abra o dejando caer sus afilados comentarios.
—Debería pagarte la mitad del salario. Después de todo, cuentas como la mitad de una persona —me dijo, refiriéndose a mi estatura.
Parece un detalle sin importancia, pero a medida que los comentarios de ese estilo —o sobre mi aspecto en general— caían como las gotas en esta mañana, empecé a entender que le agarró el gusto, y eso motivó que empezara a cansarme de su presencia y procurara que se notará con cada palabra o ausencia de la misma. Agradezco que desde hace tiempo prefiera guardar la distancia y adoptar el silencio como su hábito; su voz chirriante es el alfiler que perfora mi aparente impermeable tranquilidad. Afortunadamente, siempre se encuentra metido en sus monólogos y acompañado de su termo con café, que vigila todo desde el extremo de su escritorio.
Conociendo esos detalles, me tomé todas las licencias que pude: me detuve a saludar al vendedor de limones. No compré ninguno, pero era agradable conversar un poco; el trato ameno de los vendedores contrasta ampliamente con la quietud habitual de mi ambiente laboral. También ayudé a una señora con su paraguas estropeado por el viento. Tal vez, en cierta medida, todos seamos estructuras frágiles, luchando cada quien con su propia tormenta.
Sin embargo, no podía detenerme a pensar demasiado en detalles filosóficos. Al levantar la mirada, me percaté de un hecho que me hizo apretar el paso hasta el trabajo: el auto del jefe ya estaba estacionado afuera, y en mi bolsillo mi teléfono mostraba un mensaje suyo:
—Ya es muy tarde, mejor no vengas.
La idea de que quizás me excedí con mis excusas —y que el desgano que produce la rutina del empleo no puede camuflarse con la irresponsabilidad de llegar tan tarde— invadía los callejones de mi mente conforme me acercaba a la entrada. La puerta estaba entreabierta, así que entré de puntillas, buscando en mi memoria un ejemplo de disculpas falsas. De todos modos, renunciar es una carga al final. Si me despedían por esto, sería un favor: me ahorraría el papel de holgazán o malagradecido.
Aunque, a simple vista, todo parecía desordenado, eso me tranquilizó: hacía notar que no era tan tarde como decía el mensaje y que su llegada era reciente. El sosiego que reinaba trajo a mi memoria la conversación del día anterior.
—¿Conoce usted el peso del silencio? —me dijo, con una expresión pálida y revolviendo apáticamente su café.
Mientras yo, en mi habitual margen de distancia, contesté:
—No, creo que no vendemos ese producto. Ya hay suficiente en el mercado… por suerte, ¿no le parece?
Debo suponer que esa respuesta no fue lo que él necesitaba escuchar, pero no me sale muy bien fingir interés o algo parecido a la compasión. Además, él había disparado primero las críticas; solo soy un reflejo de su actitud.
La lluvia lagrimeaba a través del ventanal. Difuminaba recuerdos inoportunos. La gotera, cayendo cual manecilla de reloj, retrasaba lo inevitable. Sin embargo, me dirigí a la oficina del jefe mientras escuchaba su voz, algo distinta y sin llegar a comprender del todo, puesto que parecía estar susurrando. No parecía estar hablando por teléfono, pero sin duda sus palabras iban dirigidas a alguien; con suerte, solo a sí mismo.
Vi su silueta moverse enérgicamente a través del cristal. Quizás me escuchó entrar, o tal vez buscaba algo que no se encontraba ahí. De cualquier modo, llegado a este punto, aún guardaba la esperanza de que no tuviera nada que ver conmigo pero debía confrontarlo. La idea de la renuncia volvía a mi mente de manera insistente.
Sin embargo, mordiéndome los labios, entré. El tiempo parecía detenerse con el rechinar de la puerta, anunciando mi llegada. A pesar de aquello, la densidad del ambiente era palpable. Avancé con torpeza casi arrastrando mis pies sólo para verlo de espaldas en un rincón, mirando hacia abajo y moviendo la cabeza en forma de negación. Los sollozos me hicieron extender la mano instintivamente, buscando un contacto que disimulara el desdén. No obstante, no alcancé siquiera a saludarle sin que antes el sonido inclemente de un disparo llenara toda la habitación.
Su cuerpo cayó súbitamente, dejando el revólver cubierto de sangre, todavía con firmeza en su mano derecha. El eco del disparo, aunque breve, permaneció intacto en mis pensamientos revueltos. Mis manos inquietas tapaban mi rostro, nublando mi juicio. Y sin caer del todo en el asombro, rompí el silencio:
—¿Debí tomarme el día libre o no, jefe? Pero bueno, todavía quedará café caliente —dije, mirando de reojo el termo testigo, que guardó la calma ante el estruendo.