Ten Buenas Noches

La Fruta Podrida

Detesto el olor de las naranjas, pero es su jugo favorito. Todos los días lo preparo con su desayuno, y sumergidos en el líquido van sus medicamentos para el corazón. Procuro triturarlos bien para que ni siquiera lo note. Lleva año y medio en cama, y la situación no parece tener una solución a mediano plazo, pero desde luego que tenerle conmigo es un gusto, a pesar de sus quejas y lamentos.

Mi abuelo siempre fue así: malhumorado y con la infalible puntería para señalar mis defectos. Sin embargo, sé que también me aprecia y ve en mí el recuerdo de mi padre.

Mi trabajo en la estación de trenes es bastante agotador, y llegar a casa no es precisamente un bálsamo contra el estrés. Siempre hay una queja. —Arregla la gotera. —El televisor se descompuso. —¿Por qué compras ropa cara?— comentarios que rebotan en mi mente dejando una tímida rotura que prefiero ignorar. Sin embargo, mis ánimos se mantienen en alza por una esperanza que guardo profundamente en mis adentros: destiné la mitad de mi salario de los últimos dos años a una cuenta de ahorro. Yo no podía crearla porque en ese momento era menor de edad, así que está a nombre de mi abuelo. Según mis cálculos, si saco la totalidad a fin de año, eso nos permitiría darle un giro al asunto, usar parte del dinero en un negocio propio y dejar de depender ambos únicamente de mi salario.

Mi única inquietud es el silencio que ha adornado últimamente esos asuntos. Era parte de la conversación habitual, pero de repente no parece ser tan relevante mencionar las ventajas que tenía el ahorro a plazo fijo.

La curiosidad viene a mí cada noche mientras observo las estrellas desaparecer en el cielo, negándome respuestas a las interrogantes que se atornillan a mi sien. Me da vergüenza ser tan insistente: sería apresurado querer disponer del monto total antes del plazo acordado. Pero ¿debería sentirme culpable? Es decir, al final es el fruto de mi esfuerzo, y una noticia agradable podría solapar todas las carencias a las que me expuse en pos de esa meta. En cuanto llegue ese día, será como la lluvia después de una sequía, y debo decir que, en el páramo donde hábito, lleva sin caer una gota desde hace tiempo.

El fin de semana está a punto de terminar, y como tengo el día libre, lo pasé en casa. Después del almuerzo, fui a conversar con el viejo. Se encontraba mirando un partido de fútbol, y aproveché la pausa comercial para tocar el asunto disimuladamente.

—¿Dinero?... Si hablas de los ahorros en mi cuenta del banco, temo decir que ya no están ahí. Sabes que tu hermano lo perdió todo en las apuestas y necesita nuestra ayuda en este momento tan difícil. Sé que nos lo devolverá en poco tiempo, o eso dijo hace un par de meses —dijo el anciano con una naturalidad pasmosa.

—¿Cuánto quedó? No creo que le haya dado acceso total —me atreví a suponer con el ceño fruncido.

—Sé que teníamos planes, pero te va bien en tu trabajo y no tienes una familia que mantener. Además, si no gastaras tanto, nos quedaría para ahorrar otra vez hasta que tu hermano nos pague —dijo el anciano, apartando la mirada hacia el televisor.

—¡¿Gastos?! ¿De verdad quieres hablar de gastos después de esta burla? —dije, cerrando con furia una ventana inocente y dejando el cristal quebrado.

Los diminutos fragmentos que se adhirieron a mi piel eran un detalle menor; el dolor físico no era más profundo que el grito ahogado que se enterraba en un mar de impotencia.
La expresión del anciano se llenó de incredulidad mientras me marché en silencio.

Aún con el ruido del televisor de fondo, fui intranquilo al baño a lavarme la cara. Estaba roja, pero preferí ignorar los motivos, secándome bruscamente, intentando que el dolor limpiara la rabia. El día continuó tenso y más silencioso que lo habitual, y la noche me encontró sumido en mis pesadillas recurrentes, que siempre acaban al ver a un inocente sin rostro siendo ahogado, lo cual me hacía despertar con cierta angustia. Aunque en esa última noche fue diferente: vi en aquel inocente mi propia figura, hundida sin remedio y con la mirada vacía.

La luz del día anuncia el inicio de otra semana laboral, así que me apresuré en terminar el desayuno para el abuelo con cierta prisa, ignorando el jugo de naranjas con la excusa fácil de que solo quedaban frutas viejas y amargas, con lo que me dispuse a ir al trabajo. No obstante, me detuve a mirar, antes de cerrar la puerta, esbozando una mueca:

—Tenías razón, abuelo: gasto demasiado. Afortunadamente, aún te queda una tableta de tus medicamentos, y tendremos que hacer que rinda lo más posible —dije, mientras la dejaba intacta en la repisa más alta.

Suspiré sin decir nada, dejando el leve portazo como vestigio, y la pulida madera devolviendo el reflejo de mi sonrisa torcida.



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En el texto hay: suspence, terror psicolgico

Editado: 18.06.2025

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