Dicen que hay toros azules en la primavera del mar
— Marisol
Fasnia, agosto de 2015
La brisa con sabor a sal me hace cosquillas al juguetear con los mechones sueltos del moño que me hizo mamá. Los rayos del sol de la tarde calientan la ropa colgada con pinzas de madera en la cuerda atada entre los naranjos del jardín, cerca del cobertizo. Desde la ventana abierta de la casa sale el delicioso olor de la cena que prepara mi bisabuela, mientras canta una vieja canción de Marisol que suena en la radio. Canta tan mal que me hace reír.
Sentada en la acera, cerca de la entrada, extiendo todas mis ceras de colores como si fueran un tesoro. Seco las gotitas de sudor de mi frente con el brazo y sigo pintando una medusa con la cera amarilla. Me gusta que mi océano sea colorido y brillante. Luego elijo una cera rosa para pintar una estrella de mar, justo al lado de unas burbujas. Mientras lo hago, escucho el sonido de unos tenis golpeando la acera en una carrera rápida que se detiene justo frente a mí.
Dejo de pintar y levanto la cabeza para observar al muchacho que acaba de caer directamente en mi océano.
El sol hace que su pelo castaño tenga reflejos dorados y que sus ojos sean algo raros: uno más marrón, el otro más verde. Raros, pero bonitos, como esas canicas que guarda la Bisa, que parecen de un color, pero, cuando las giras, cambian. Su piel luce un bonito bronceado, a diferencia de la mía, lo que me da un poco de envidia. Parece más pequeño que mis nueve años; bajito, como un ratoncito.
Él también me mira con los ojos muy abiertos, y sus cachetes se ponen muy rojos.
Sí, debería sentirse avergonzado.
—Estás estropeando mi dibujo.
Parece confundido por mis palabras, así que frunzo el ceño imitando a papá, para dejarle claro que se ha metido en problemas.
—¿Qué? —pregunta con una vocecilla nerviosa.
—El dibujo —respondo, señalando con el dedo sus tenis sucios—. Estás estropeándolo. Muévete.
Sus cachetes ahora se ven como dos tomatitos cherry, pero no me obedece.
—No es culpa mía. La acera es para caminar, no para dibujar.
Me elevo sobre las rodillas y pongo los brazos en jarra.
—Es la acera frente a la casa de mi bisabuela, puedo hacer lo que quiera.
Añado un "¡hmp!" levantando la barbilla mientras lo reto con la mirada a decir algo más, pero él solo me observa con impotencia.
Una risa ronca, como la de un abuelo, interrumpe nuestro duelo de miradas.
—Te pareces mucho a Cande.
Giro la cabeza para observar con curiosidad al hombre canoso que está de pie cerca de nosotros, mirándonos con una sonrisa y los brazos cruzados a la espalda. Me sorprende que conozca el apodo de la bisa.
—¿Quién eres?
—Soy un amigo con el que tu bisabuela jugaba en el colegio.
Oh, es verdad. La bisa me dijo que hoy venía un viejo amigo a cenar.
—Él es mi bisnieto —explica, señalando con la cabeza al muchacho frente a mí—. Está pasando el verano conmigo.
—Tu bisnieto está arruinando mi dibujo —lo acuso, aprovechando el momento—. Le dije que no lo hiciera, pero no le importó.
—¡No es verdad! —se defiende rápidamente—. ¡Ella está pintando la acera! ¿Por dónde se supone que debería caminar? ¿Por la carretera?
El señor baja la mirada hacia la acera y la observa con sorpresa.
—¡Qué bonito! —dice con una sonrisa, sin apartar los ojos de mi sensacional dibujo.
Sonrío tanto que me duelen los cachetes.
—¿Verdad que sí?
El destructor de océanos se cruza de brazos y hace un puchero.
—Pero no deberías pintarlo aquí, sino en un folio o cuaderno. Eso es lo que se usa para dibujar.
Dejo de sonreír para sacarle la lengua y él responde haciéndome una mueca. Su bisabuelo nos ve y vuelve a reír.
—¿Ya te presentaste, muchachito?
Él mira a su abuelo con frustración, pero este le devuelve la mirada con seriedad. Así que, tras soltar un suspiro, extiende su mano hacia mí.
—Me llamo Aday.
Sin ganas me pongo de pie y sacudo el polvo de mis rodillas. Luego estrecho ligeramente su mano, como mis padres me enseñaron, y respondo:
—Yo me llamo Tayri.
—¡Muy bien! —exclama su bisabuelo con buen humor—. Ahora entremos; el olor de la comida me está haciendo la boca agua.
Suelto rápidamente su mano y me limpio sin disimulo la mía en mi pantalón corto.
—Entren primero. Yo tengo que recoger las ceras.
El señor asiente, relamiéndose como si ya estuviera saboreando la comida, y ambos pasan por mi lado camino a la puerta. Me agacho y empiezo a meter las ceras en el estuche, escuchando detrás de mí la voz de mi bisabuela saludándolos. En cuanto termino, cierro la cremallera y me pongo de pie para evaluar si mi océano sufrió algún daño. Y, claro, lo hizo.
Me imagino que debe haber pisado con sus tenis las ceras, partiéndolas, y al moverse, arrastró los pedazos por la acera, pintándola. Porque ahora, una de las estrellas de mar tiene lo que parece una cola, convirtiéndola en una especie de estrella fugaz.
Aquel día, ese muchacho no solo cayó en mi océano, sino que lo cambió irremediablemente.
💫💫💫