Tenerife Sea

La brisa tiene sabor a sal

Tú, el mar y el cielo

y quien me trajo a ti

—La Oreja de Van Gogh

Fasnia, agosto de 2025

Sintiéndome como Hannah Montana cuando bajó de su jet privado para encontrarse con una vaca en medio del pasto, subo el volumen de la música y dejo que el ruido del mundo más allá de mis AirPods se desvanezca, hasta que somos solo "La Playa" y yo.

El coche pasa el cartel de Fasnia y el paisaje a través de mi ventana se vuelve dolorosamente nostálgico. Nunca dejará de parecerme extraño lo fácil que todo cambia; aunque en el momento te parezca imposible, aunque creas que algo será igual toda tu vida porque no puedes ni imaginar cómo podría no serlo... de repente se convierte en solo un recuerdo.

Supongo que lo mismo se aplica al amor.

Trago el repentino regusto amargo en mi boca y salgo de mi playlist para buscar una canción veraniega que me anime y cuya letra no me haga pensar. Elijo una del nuevo álbum de Karol G y, tras cerrar los ojos, me recuesto en el reposacabezas.

No pasan muchas canciones hasta que el coche se detiene y, cuando abro los ojos, siento un nudo en el estómago al ver el colorido cartel que da la bienvenida a Solanza.

Sin poder evitarlo, recuerdo el día en que lo pinté, justo después de que mis abuelos compraran el primer terreno y me dejaran nombrarlo. Tenía diez años, y me sentí como una intelectual por juntar dos palabras para crear una nueva: sol y bonanza. Sol y mar. Solanza. Sonaba como algo que no se podía romper.

Después vinieron las fincas, las parcelas y las vallas. Otros compraron los terrenos alrededor, y la gente empezó a llamar a este rincón del sur una comunidad.

La verja se abre y el coche vuelve a avanzar por el camino que separa las fincas colindantes, hasta llegar a la más grande. Desabrocho mi cinturón de seguridad y, con un largo suspiro, bajo del coche para enfrentar la vista de la casa: empedrada, de un tono amarillo palo y con puertas de roble oscuro.

¿Cómo llegas a estar de pie en un lugar tan significativo y familiar para ti que lo tienes grabado en tu memoria... y aun así sentir que nada es lo mismo?

Todo sigue igual que la última vez que estuve aquí. Tampoco siento que yo haya cambiado demasiado.

Solía pensar en lo aburrido que era eso: nada cambia, todo sigue igual. No importa cuántas veces me vaya o vuelva, es como si el tiempo no pasara para los demás incluso si no estoy. Cada vez que los vuelva a ver, hablarán de lo mismo, serán los mismos. Es cómodo, pero aburrido, así que cada vez me voy más tiempo.

Pero un día, de golpe, una angustia comienza a construirse en mi pecho. De un momento a otro me agobia la sensación de que en realidad todo ha cambiado. Todo menos yo, que me he quedado estancada en la absurda idea de que nada cambia.

Mi padre carraspea cuando se acerca para pasarme mi maleta y bolso que saco del maletero.

—¿Tienes hambre? Tu abuela debe haber preparado la comida.

Asiento con la cabeza dándole al botón para pausar la música.

—Bien, bien —murmura, pasando por mi lado para dirigirse a la puerta.

Lo sigo sin poder evitar que mis labios se curven en una sonrisa irónica. La incomodidad entre nosotros resulta incluso reconfortante. Como la cicatriz de una vieja herida a la que ya te has acostumbrado: tu piel se vería más bonita sin ella, pero sería raro no tenerla.

Cruzamos el umbral de la puerta y el olor de una comida que no he probado en mucho tiempo hace a mi estómago gruñir.

—Voy a dejar la maleta —le aviso y, sin esperar respuesta, empieza a subir las escaleras.

Incluso la apetitosa comida no puede competir con mis ganas de escapar del penoso reencuentro familiar.

Abro la puerta de mi habitación y siento el primer atisbo de alegría desde que me obligaron a volver aquí. Al entrar, giro sobre mí misma para observarlo todo.

Las paredes fueron, alguna vez, un lienzo en blanco que pinté con dibujos que luego decoré con conchas, estrellas y corales que recogí del mar. Y no me detuve ahí: el armario, la estantería, la cómoda e incluso las mesillas de noche terminaron formando parte de un gran mural del océano y de todo lo que vive en él.

Excepto por la nueva colcha y cojines sobre la cama con somier y cabecero azul cielo, todo sigue tal como lo dejé. Los mismos viejos pósteres en el único hueco de pared que no pinté, el corcho con fotos, los DVD alineados en la estantería y hasta las cosas sobre mi escritorio. Tanto tiempo... y todo sigue ahí como siempre.

Si el lugar sigue igual y yo también, ¿entonces qué ha cambiado?

¿Es solo porque ya no soy una niña? ¿Es simplemente algo inevitable al crecer? Cómo volver a ver las películas que tanto te gustaban en tu infancia y que te aburran.

O tal vez solo estoy buscando un significado profundo al hecho de que no quiero estar aquí.

Antes era feliz de venir a este lugar, pero ya no. Es la manera en que me siento. ¿Qué justificación necesito?

Reviso la batería de mi móvil y, al ver que está al sesenta por ciento, dejo mi equipaje y salgo de la habitación. Desde la escalera escucho sus voces y no puedo evitar soltar un suspiro. Odio fingir, pero no quiero pasar todo el mes sintiéndome incómoda, así que me veo en la irritante posición de tener que buscar un equilibrio entre ser educada y no sentir que merezco un Óscar.

En cuanto pongo un pie en la cocina, mi abuela se gira hacia mí con una gran sonrisa.

—¡Tayri, cariño, qué grande estás!

Cuando se acerca y me abraza, trato de no ponerme rígida, pero tampoco soy capaz de devolvérselo, así que me limito a sonreír cuando me suelta.

—¿Tienes hambre? —pregunta, agarrándome de la mano para llevarme a la mesa, donde la comida ya está servida—. Hice tu mojo favorito.




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