Henry
Tengo una resaca de campeonato y, sin embargo, me toco levantarme temprano para ir al trabajo. Las fiestas y las mujeres son mi debilidad, pero cuando se trata de la oficina, soy estrictamente responsable. Por suerte, al llegar, todo estaba en silencio y completamente solo; agradezco ese oasis de paz en medio del caos que a veces es mi vida. Amo el silencio.
La puerta se abre con suavidad y aparece Katy, mi secretaria y, más que eso, mi mejor amiga. Trae una bandeja pequeña de plata con un vaso de cristal y una pastilla reposando sobre ella.
—Aquí está lo que me pidió —inicia dejando la bandeja sobre mi escritorio con una sonrisa amable.
La miro un momento, agradeciendo su presencia.
—Gracias, Kat —respondo sin perder tiempo, agarrando la pastilla y el vaso para tomarlos de un solo trago.
Ella me observa con atención.
—Llama si necesitas algo más. ¡Ah! Por cierto, tu padre llamó y avisó que viene en unos minutos. Le dije que estabas desocupado.
—Está bien —contesto, dejando el vaso sobre la bandeja—. Lo voy a esperar.
Sin más, Katy toma la bandeja y sale de la oficina, cerrando la puerta tras de sí.
Vuelvo la mirada a la pantalla de mi laptop para comenzar con el trabajo, pero la puerta se abre de nuevo. Esta vez, entra mi padre, acompañado por cuatro niños. Mi sorpresa es inmediata.
La niña mayor viste completamente de negro y lleva un maquillaje oscuro que le da un aire desafiante. Las otras dos, gemelas, lucen vestidos largos que parecen sacados de otra época, casi como si hubieran salido de un cuadro antiguo. El niño lleva jeans, camisa de manga larga y unos anteojos que le dan un aire intelectual.
Todos ellos con la piel blanca, ojos grises y cabello negro: el vivo retrato de mí, pero en versión miniatura.
—¿Qué…? —frunzo el ceño y me levanto de la silla—. ¿Ahora eres niñero o qué?
Mi padre me mira con una sonrisa alegre, como si estuviera disfrutando la escena.
—El que necesitará niñera serás tú, hijo mío —me informa con tono firme.
Mi rostro se suaviza cuando miro a los niños formados frente a mi escritorio.
—¿Me explicas esto? —exijo, tratando de mantener la calma.
Joe, mi padre, mira a los niños y dice con voz paternal:
—Muy bien, mis queridos niños. Ese hombre que ven allí es su padre —hace una pausa—. Y quiere conocerlos. Así que necesito que se presenten.
El niño de lentes levanta la mirada hacia su abuelo.
—¿Ahora? —pregunta tímidamente.
—Sí —respondió Joe.
El niño vuelve a mirarme.
—Soy Ángel y tengo diez años.
—Muy bien —dice mi padre—. Ahora las damas, por favor —mira a las gemelas.
—Yo soy Lana —se presenta una de las gemelas con una sonrisa amplia.
—Yo soy Leonor —dice la otra, igual de sonriente—. Tenemos trece años y pertenecemos a la comunidad amish.
Parpadeo al escuchar lo que dice ¿Amish?
La niña vestida de negro levanta la mano con aire desafiante.
—Y yo soy… —empieza—. No te importa —esboza una sonrisa burlona.
Me cruzo de brazos y la miro con seriedad.
—Preséntate bien —advierte mi padre con voz firme.
Ella vuelve a posar sus ojos grises en mí, molesta.
—Soy Jaki y tengo catorce años —dice por fin, cruzándose de brazos y frunciendo el ceño.
Mi padre me lanza una mirada cómplice.
—Heredó tu carácter —comenta con una sonrisa—. Te llegó tu karma.
—Me parece que la cigüeña se equivocó —respondo, mirando a los niños.
—Bueno, técnicamente la cigüeña no existe —interviene Ángel.
—Sí, sí. Ya sabemos, sabelotodo —lo interrumpe Jaki rodando los ojos con fastidio.
—Son obras de Dios —dice Leonor con convicción.
—Por favor… —se ríe burlona.
Miro a mi padre arrugando las cejas.
—¿Pertenece a una secta o qué? Mira, es gótica.
—Soy metalera —corrige Jaki desafiante.
Lana la mira severa.
—Arrepiéntete de tus palabras. ¡Te vas a ir al infierno! —sentencia con disgusto la gemela.
Jaki suelta una carcajada fuerte.
—Cállate y vuelve a meterte en el libro de literatura inglesa de donde saliste —responde Jaki con sarcasmo.
—¡Cállate tú! —le grita Leonor.
—¡Cierra la boca, campesina! —le grita Jaki—. Regresa a tu granja y ve a ordeñar.
Me apoyo en el escritorio, observando aquella escena caótica que, sin duda, cambiaría mi vida para siempre.
—¡Silencio! —exclamo molesto, sintiendo la presión en mi cabeza.
Todos me miran en silencio.
—Son alegría —dice mi padre con una sonrisa—. Y eso que todavía no has hablado con sus madres, que por cierto van a vivir contigo por un tiempo, junto a los niños.
Enseguida volteo a mirar a mi padre.
—¿Qué? —abro los ojos de par en par.