Lotty.
Estuve gran parte de mi vida preguntándome qué demonios era lo que quería. ¿Por qué sentía un hueco en el estómago tan profundo? ¿Por qué me esmeraba en fingir que todo estaba bien? ¿Por qué me ponía esa máscara de felicidad inaudita todas las mañanas?
Me despertaba algunos días con la idea de que tenía que ser feliz. Aparentar felicidad. Una que, tal vez, nunca conocí de verdad. No solía demostrar mis emociones a las demás personas, me aislé a mí misma durante tanto tiempo que se me había olvidado lo lindo que se sentía salir de esa caja de vez en cuando.
Le subo el volumen a mi IPod mientras hago mi tarea. Es lunes ya. Regresamos hace un día del fin de semana más maravilloso que alguna vez tuve en la vida. Era maravilloso por muchas razones, pero sobre todo, porque en él pude conocer una faceta del chico con el que había estado fantaseando desde la noche de disfraces.
Por un instante, fuimos uno solo.
Éramos dos estrellas colisionando juntos.
Y nunca nada se sintió malditamente mejor. ¡Dios! Nunca podría olvidarme de esa noche que comenzó siendo todo un campo de batalla en el que expuse mis sentimientos.
Mordisqueo la punta de mi bolígrafo y ahogo un suspiro.
Todavía me quedaban muchas cosas por descubrir sobre Justin. Él me había mostrado la parte de atrás de su gran mural. Pero algunas partes aún estaban cubiertas por las grietas.
El truco estaba en ver bien a través de esas grietas.
—¿Puedes subirle un poco? —inquiere Naomi mientras se encarga de coser trozos de tela. Ha estado trabajando en una tarea durante toda la tarde.
Un bufido resuena opacando su voz. Proviene de la litera de arriba.
—Ni se te ocurra, rubia. —La amenaza de Taissa me obliga a bajarle un poco. Ella se encuentra acostada, con el antebrazo sobre los ojos, cubriéndose de la luz que se filtra por medio de las persianas—. Tu madre llamó mientras no estuviste.
Subo una ceja. Hace mucho que no me llama. O cuando lo hace, no puedo contestar y luego me olvido de devolverle la llamada y hacerle saber que estoy bien.
—¿Y qué le dijiste?
—Preguntó en dónde estabas —informa—. Le dije que los iluminatis te habían raptado porque eres virgen.
Naomi suelta una risita.
Yo me lleno de calor en el rostro. Y no puedo evitar rebobinar hacia el fin de semana en el que esa sentencia habría quedado abolida. Pero, no se los diré a mis compañeras de habitación. No quiero tener que lidiar con los detalles.
—¿En serio?
Ella emite otro bufido.
—No, solo le dije que te habías quedado a dormir con otra compañera.
—Genial. —Suelto un suspiro de alivio cuando veo que he acabado de hacer la tarea. Me he tomado la tarde entera para hacer mis deberes. Lo último que deseo es salirme del carril, aunque ni siquiera sé sí es el camino que de verdad deseo seguir.
Observo la cantidad de renglones que he escrito en menos de tres horas. 122 para ser exactos. Cada uno con un indeterminado número de líneas divagando acerca de la política comercial de las naciones en América. Mientras lo escribía, me perdía entre las oraciones, era mucho para analizar.
Y no puedo evitar cuestionar mis decisiones, ¿era esto lo que quería?
No lo sé... pero esto es lo que hay.
—¿No nos vas a contar en dónde estuviste el fin de semana?
—Ya les dije. —Me levanto de la silla, y guardo mi ordenador en su estuche—. Fuimos a un crucero.
—Me encontré a Chandler ayer en un bar. Ustedes dos... —Naomi me mira con las cejas arqueadas—, no habían llegado aún.
—Nos extraviamos.
—¿Y el barco se fue sin ustedes?
—Sí.
—No lo creo.
—No es mi culpa, Naomi.
—Solo dinos. ¿Pasó algo con Justin? —La intriga centellea en sus ojos mieles. Sus labios se encuentran estirados en una sonrisa llena de complicidad.
El estómago me da una patada. Sí me gustaría hablarlo con alguien, pero Naomi no soportaría un secreto como ese. En menos de dos horas, ya todo el internet lo sabría.
No. Prefiero no tomar esos riesgos.
Un sonido me salva de continuar esta conversación, y lo agradezco. La persona abre la puerta y mete la cabeza por la rendija.
—¿Estás lista para devorarnos un par de libros de política de mierda? —Hans me enseña su alineada hilera de dientes desde la puerta.
Esbozo una sonrisa de fingido entusiasmo.
—Aguarda a que busque un suéter.
Hans entra en la habitación, y se recarga en la puerta.
—Huele raro aquí adentro.
—Estoy quemando las cenizas de mi abuela —replica Taissa, sentándose y dejando caer sus piernas en el borde libre de su cama.
Busco entre mi armario, el mismo que fui a comprar con Justin aquella vez, y descuelgo el primer suéter que veo. Miro a un costado el cesto de ropa sucia que se desbordará si llego a colocar una sola prenda más. Hace mucho que no voy a la lavandería.
—Oh. —Hans hace una mueca, y me mira con cara de horror.
Yo me río mientras meto el suéter dentro de mi bolso junto a un par de libros que nuestro profesor nos endilgó leer.
—¿Nos vamos?
—Sí, por favor. Antes que tu amiga me vuelva cenizas y las queme también —dice lo último en un susurro para evitar que Taissa lo escuche. Oh, error. Ella tiene un oído asombroso.
—¿Y sabes qué hago luego de quemarlas?
—¿Qué? —Hans titubea.
—Inhalo el vapor hasta que mi cerebro estalla en una migraña.
Abro la puerta y empujo a Hans por un hombro. Me despido de mis amigas, y escucho la risa de Naomi. Nosotras estamos acostumbradas a las historias de terror de Merlina. Quiero decir... Taissa.