Lotty
—¡Lotty!
Levanto la cabeza hacia el sitio donde resuena la voz y localizo a Lana junto a la entrada zarandeando su mano por los aires. El corazón me da un brinco y corro hacia ella empujando mi maleta por detrás de mí.
Lana se desliza a mi alcance, reduciendo la distancia entre nosotras. Sus brazos me envuelven los hombros con fuerza mientras yo aferro mis dedos por detrás de su espalda. Hace seis meses desde que me había marchado de casa y, mierda, sí que eché de menos a mi hermana.
—¿Cómo estuvo el viaje? —inquiere al separarnos.
—Bueno, mi estómago estuvo a punto de salir rodando por la ventana. —Me río.
—Pobre, estómago. Me pongo en sus zapatos. Viajar en autobús es de lo peor.
Lana toma mi maleta y nos encaminamos hacia el estacionamiento. El terminal de buses se encuentra hasta el tope de personas, cosa que no me sorprende situándonos en las fechas decembrinas. Siempre me ha gustado admirar la decoración con las guirnaldas serpenteando alrededor de las barandas y los muérdagos que cuelgan por doquier en cualquier recoveco.
Al salir del terminar, la calidez de los radiadores me abandona abriéndole espacio el frío aire estremecedor del exterior. Me abrigo un poco más con mi ruana gigante que siempre llevo cuando hago viajes largos. Me la tejió mi abuela cuando era una niña y ella todavía tenía la capacidad de hacer otra cosa que no sea deambular por las noches y hablar con la televisión.
Sigo a Lana a través del estacionamiento abarrotado de vehículos y la ayudo a meter mi maleta en la cajuela cuando encontramos el suyo. Una pequeña camioneta Mazda que mis padres le ayudaron a comprar un par de meses antes de mi partida. Han pasado casi nueve meses, pero luce como si acabase de sacarla de la concesionaria.
Una vez dentro de la calidez de la cabina, me pongo el cinturón de seguridad y apoyo el codo contra la ventanilla para observar el paisaje brumoso que transitamos.
—¿Cómo has sobrevivido sin mí estos meses, pequeña?
No aparto la mirada de la ventanilla cuando respondo.
—Ni yo misma lo sé.
—¿Fue difícil?
—¿Qué cosa?
—Adaptarse a estar lejos de la familia. —Hace una pequeña pausa en la que detiene el auto para aguardar a que una familia de venados cruce la vereda—. Fue una de las razones por las que no quise irme de casa.
También por que tienes un hijo.
Pero me muerdo la boca para no soltarlo en voz alta. Me limito a hundir un hombro y despegar los ojos de la ventanilla.
—Al principio me costó mucho. Pero, eventualmente, conocí personas lindas que hicieron que fuese más fácil sobrellevar la distancia.
—¿Y conociste a alguien?
Subo una ceja. Esta vez, mirándola antes de que pise el acelerador con fuerza y haga al auto rebotar.
—¿Alguien como quién? —titubeo.
Una sonrisa divertida cruza sus labios.
—Siempre tan ingenua. Me refiero a un chico. ¿Conociste a un chico?
—Ah. —Siento al rubor acumularse en mis mejillas y aparto la cara de nuevo hacia la ventanilla.
Técnicamente, no conocí a nadie nuevo.
Porque a Justin ya lo conocía.
Pero nunca llegamos a tener algo de verdad. No como ahora. Eso me recuerda que me hizo prometer que le llamaría al llegar a la ciudad. Saco mi móvil para dejarle un mensaje, pero descubro que se me ha muerto la batería.
—Yo... no he conocido a nadie nuevo.
—¿Nuevo? —Lana alza las cejas.
—Sí.
—¿Estás...? —El auto se detiene bruscamente frente a la entrada de la casa. Ella se aleja un poco para mirarme con fijeza que me perturba—. Te ves diferente. ¿Te pintaste el pelo?
Engulle un mechón de cabello y lo examina. Se lo arranco de los dedos y me bajo del auto.
—No me he pintado el pelo —le digo—. Y no me veo diferente. Me veo igual que siempre.
—Si tú dices, hermana.
Ella me abre la cajuela y saco mi maleta para dirigirme a la entrada. Un escalofrío me taladra columna abajo cuando pulso el botón del timbre, observando ese cartelillo en letras doradas con nuestro apellido inscripto.
La puerta es abierta y el olor a galletas de jengibre me llena la nariz inmediatamente. Observo a mi madre con una sonrisa gigantesca y salto entre sus brazos. Ella me devuelve el abrazo con fuerza, apretujándome como un peluche.
—¡Mi ángel! ¡Cómo has cambiado!
—Eso le dije yo. —Oigo la voz de Lana detrás de mí.
—Sigo siendo la misma —respondo.
Mi madre me apretuja los hombros.
—Te ves hermosa. Te asienta bien la vida universitaria, querida.
—También puede ser por un chico —opina Lana. Alzo la mirada y la encuentro tumbada en el mueble comiendo galletas de un plato. Le lanzo una mirada mordaz.
Sin embargo, mi madre la ignora y en su lugar, toma mi maleta y la arrastra dentro del lugar.
—Debes tener hambre. Mejor voy a prepararte algo de comer —dice mi madre.
Asiento y le echo una ojeada a la sala. Miro el árbol de navidad gigante atiborrado de un puñado de adornos dorados y morados. Lucecillas intermitentes y pelotas impregnadas en purpurina dorada se esparcen por las ramas.
También noto los guantes de navidad que decoran junto a la chimenea y los peluches de renitos que se acomodan en los muebles. El olor a galletas me envuelve y todo se siente reconfortante. No me había dado cuenta lo mucho que extrañaba el olor de mi casa. La calidez que flota en el ambiente y me acobija. La cadencia que se desprende de cada rincón y se escurre dentro de mi corazón.
Es duro estar lejos de las personas que quieres. Pero, al final del día, siempre hay que sacrificar algunas cosas en el camino a lograr tus sueños.
Mientras miro esa mágica aura que me envuelve, mis pensamientos me conducen al dueño de la tormenta más feroz que haya visto jamás. De pronto, me hallo preguntándome acerca de sí él sentirá lo mismo que yo al visitar el lugar donde creció. Nunca hablamos acerca de su casa o de su madre. Cada vez que intento meter un dedo en esa llaga, él termina empujándome lejos.