Teódulo

Capítulo 2


 

Teódulo... (libro)

 

sábado, 9 de abril de 2016Teódulo... (Capitulo 2)

(2)


 


 


 

        Inés estaba sirviendo el café con leche en una taza grande de peltre, para el desayuno. La leche había sido recién sacada de las vacas en esa mañana. Una parte era para el consumo diario y otra para hacer “cuajadas”, también para el consumo propio, como para la venta de algunos que venían a buscarlas cada tres días y revendían en el caserío principal. Esa era una entrada, igual que las de las caraotas, los cambures, los huevos y otros que producía la finca de Teódulo. Sin contar con la pensión de la que disfrutaba Teódulo desde hacía unos siete años, por haber trabajado en las Obras Públicas del Estado, como del cobro de los alquileres de las dos casas que poseía en la ciudad, propiamente.

 

        Acompañaban a la taza de café con leche algunas arepas de harina de  trigo y una cuajada. Ese era el desayuno. Algunas veces se combinaba con la arepa algunas caraotas del día anterior. No podía faltar a las caraotas unas dos cucharadas de ají, igualmente casero como picante. Teódulo se reabastecía esa mañana, como todas, casi a la misma hora, para iniciar la faena del día. Vestía de color caqui. Llevaba una correa ancha a la cintura en la que colgaba su machete.  Sus zapatos eran unas botas de cuero, color marrón, con una punta de hierro y que le daban en el Ministerio, como solía decir el mismo Teódulo. Parte de la mañana se le iba en picarle algunas cañas de azúcar y darles la primera ración de comida a los dos cochinos que tenía en la parte trasera de la casa, que era lo primero que hacía. Insaciables eran estos dos animalitos. Después, el maíz para las gallinas y las palomas. El pasto para las tres vacas y sus becerros. La comida para su burrito. Sin olvidar, como es lógico, el desayuno de Galán, que era lo primero de lo primero, y que lo acompañaba con algún que otro juego y movida de cola, en todas sus actividades. No en vano experimentaba Teódulo la fama de su lealtad en la amistad. Sentía por su perro un especial sentimiento. Algo especial los hacía inseparables. Conversaba con él y hasta parecía que se entendían.

 

        Teódulo no era rico. No era pobre. Tenía las maneras para vivir como vivía. No le faltaba nada. Tenía trabajo. Su finca era su trabajo y era todo lo que tenía. En ella estaba toda su vida. Era su alegría. Su razón de vivir. Tenía algunos ahorritos para cualquier eventualidad. No se afanaba por aumentarlos, ni mucho menos, en gastarlos. Allí estaban en una Cuenta del Banco. Subían con los depósitos mensuales que hacía. Gastaba lo justamente necesario. Además, su finca le proporcionaba todo lo que necesitaba, incluyendo algunas ganancias en moneda. Podía vivir mejor. De eso no había duda. Pero no era un problema. Nunca había vivido en la opulencia, aunque tenía todas las posibilidades. Sus hijos le recriminaban al respecto y le criticaban que trabajara, todavía a sus sesenta y ocho años, cuando era para que estuviera descansando. Pero, toda una vida de trabajo, significaba que su cuerpo se enfermaría si dejaba de estar activo, como siempre lo había sido y estado. Tampoco era para que hubiera comprado una finca tan lejos. Además no tenía ninguna necesidad de ello. Tenía casa. Tenía hijos que lo recibirían alegremente en sus casas. Era un viejo cabeza dura. Así se lo decían, de vez en cuando.

 

        Para las tareas de abono y deshierbe del maíz y de las caraotas había que buscar obreros, porque exigía más tiempo y dedicación de la que él le dedicaba diariamente. Eso significaba unos tres o cuatro obreros por una o dos semanas consecutivas. Y eso era más trabajo para Inés en la cocina pues aumentaban los comensales. Pero, viéndolo bien, tampoco era tanto el trabajo de la cocina. Todo consistía en pelar más cambures, unas tres manos más; aumentar el agua de la sopa y con ello unas cuatro tazas más de caraotas o arbejas, según lo que se comiera ese día. Y esto no era mucho quehacer, sino más que añadir. Lo mismo sucedía con la carne y las papas y todo el guiso, que era exquisito y en el que era famosa Inés. Tal vez era el cocido en leña lo que le daba ese toque especial a la comida de Inés. O tal vez las ganas con la que comían los obreros. Aunque, había que reconocer que en el amasado de la arepa de harina, sí había un poco más de trabajo para Inés, ya que los obreros hacían desayuno, almuerzo y media tarde, todos los días de trabajo. Se podía contar con un buen hervido de gallina gorda, a media semana, con varios platos de cambures,  y ají casero.  Cuando el día estaba un poco toldado, entonces, había uno o dos traguitos de miche, del callejonero. Ese día los obreros trabajaban más contentos y con las mejillas a medio encender.

 

        Inés, por su parte, todas las mañanas se dedicaba a limpiar el cochinero, a recoger los huevos de las gallinas; echarle afrecho remojado a los cochinos; a picar los cambures restantes del día anterior para las gallinas; a limpiar la casa; a lavar la ropa; a fregar los corotos de la cocina; a hacer el almuerzo, simultáneamente; a desgranar el maíz; a limpiar las caraotas de piedritas y demás. En fin, su actividad no era poco, tampoco.

 

        Inés era alta y delgada. Tenía unos ocho años menos que Teódulo. Era habladora y también un poco chismosa. ¿Pero qué mujer hay que no ejerza bien este oficio? No era la excepción. Siempre andaba con un par de crinejas que le colgaban por ambos hombros. Su cabello hacía una combinación entre negro y canoso, con más tendencia, a esta altura de su vida, a lo segundo. Tenía una gran cualidad y un gran defecto: era trabajadora como ninguna otra. Era eso lo que le gustaba a Teódulo. Una auténtica mujer de trabajo, de las que se enamoraría cualquier hombre de campo, y de las que se hubiesen sentido muy contentos y orgullosos los padres de Teódulo. De esas que no se dejan morir de hambre y de las que necesita un hombre de trabajo y de bien. Esos eran los consejos que Teódulo escuchaba de muchacho de sus mayores. Motivos tendrían sus padres para sentirse felices del acierto en la escogencia de su hijo. No se quejaba. No tenía motivos. Pero, no todo es perfecto. Era muy habladora y se quejaba de todo. En este aspecto, Teódulo se sentía desacreditado. El tema principal era el miche. Y todo provenía de allí. Teódulo no le daba mala vida. Sólo que se tomaba alguna que otra botellita y se ponía conversador. Nada más. Pero Inés se valía de eso para hacerse pasar por víctima. Era, entonces, cuando Teódulo buscaba quedarse en la casa de abajo porque no hallaba la compañera que hubiese querido. Y que, de hecho, no era ya que en las otras obligaciones no había ningún cumplimiento, por parte de ella, que aunque, a sus sesenta y ocho años, hubiese sido más que reconfortante una palabra afectuosa y de estímulo; sin obviar las otras manifestaciones. Pero ni uno, sin lo otro. Inés, por su parte, no concebía otra idea. El trabajo que hacía era el concepto que poseía de matrimonio. En parte, tenía sus razones. Una de ellas era que se había casado sin saber lo que era amor de pareja y de compañero. No era la principal razón, sino ser mujer de trabajo. Lo demás no entraba en su entendimiento y razón.




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