(8)
Inés y Teódulo. La finca. Las gallinas. El café. Galán. Y el cochino, ya que el otro, a estas alturas, era chicharrón y demás.
Se aproximaba diciembre. Había que tener el café trillado y pilao. Con ello se harían los gastos de diciembre y la Paradura del Niño, en enero. Había que prepararse para hacer el pesebre del Niño. No podía faltar. Las hallaquitas. Pan de jamón era gusto de gente fina y de la ciudad. Mejor que pan de jamón, era, cambures verdes sancochados con hallacas. Ají. Eso si que no podía faltar. Una hallaca con ají y cambures. No se podía pedir más. Era suficiente. Más, era exagerar. Estaba todo. Tan sólo otra ración de lo mismo, y completa la felicidad. Pero ésta era total, si se le acompañaba con un trago de miche. Mejor si era la botella toda. Para eso se trabajaba durante todo el año.
El café que cosechaba Teódulo no era mucho. Apenas tres, o cuatro sacos, cuando mucho. Pero con ello se aumentaba la remeza de diciembre. Ese café se llevaba a la ciudad. Se vendía en las panaderías con las que ya se tenía el compromiso. El café era en pepa, ya procesado. En las panaderías lo tostaban, lo molían y lo vendían, en bolsas de a kilo. Era un café puro y su aroma era embriagador de satisfacción.
Teódulo tenía obreros. Había que recoger el café. Trillarlo. Lavarlo. Secarlo al sol en el patio, durante casi una semana. Pilarlo. Ensacarlo. Pesarlo. Y lo demás, ya era tarea de Teódulo. Mientras tanto, los obreros estaban haciendo la primera parte de lo que les tocaba hacer. Inés, igualmente, se dedicaba a la cocina. Había más comensales y eso significaba más trabajo. Pero valía la pena.
Este trajín de Teódulo no le gustaba a sus hijos. Siempre le decían que no tenía necesidad de tanto trabajo. Ya era justo que descansara, le insistían. Teódulo, mientras tanto seguía en su finca. Aunque, a veces, llegaba a pensar que sus hijos tenían razón. Y últimamente lo estaba pensando muy seriamente. Inés, también le decía que para qué tanto trabajo. Por qué no vender la finca. Por qué no comprar una casita en el caserío principal y vivir sin preocuparse de los animales y de la siembra, y todo lo que esto suponía. Por qué no levantarse tarde.
La idea estaba rondando últimamente la cabeza y los pensamientos de Teódulo. Comenzaba a considerar la posibilidad de vender la finca. Tenía buenos compradores. Había un doctor que ya le había hecho la propuesta en varias oportunidades.
Teódulo había bajado al caserío principal a conversar el tema con Ruperto, a quien consideraba un buen amigo. Habían sido solidarios en las buenas y en las malas. Muchas veces Ruperto y su familia le habían tendido la mano, sobre todo, cuando se había tratado de salud. El año anterior, Teódulo había caído en cama por un achaque en una pierna. No podía caminar y se las había visto muy fea. Había decidido quedarse durante todo el tiempo de su enfermedad en la casa principal. Allí estuvo muy atendido por la familia de Ruperto. Le llevaban la cena todos los días. Estaban pendientes de las medicinas. No era que sus hijos no lo hicieran. Lo hacían. Pero la familia de Ruperto lo hacía desprendidamente. Inés, como tenía que estar pendiente de la finca, bajaba muy poco. De manera que entre sus hijos y la familia de Ruperto se habían encargado de Teódulo. Ese y otros muchos detalles hacían que Teódulo se sintiera afectado positivamente hacia Ruperto, a quien siempre había considerado un verdadero amigo. Lo era. Por eso, pensaba que era justo conversar con él sobre una decisión de tanta importancia, a esas alturas de su vida.
Ruperto se sintió muy triste al saber que Teódulo quería vender la finca. Por un lado, porque una de sus mayores frustraciones de la vida era no haber podido tener una finca o una pequeña extensión de tierra para cultivarla. Apenas tenía lo que tenía. Por otra parte, comprendía que si Teódulo vendía la finca, Teódulo se caería anímicamente. Porque su vida era la finca con sus maticas y animales. No era sino una proyección de lo que el mismo Ruperto sentía que pasaría con su propia vida si dejaba de trabajar lo que trabajaba. Aunque en su caso no era mucho lo que le producía. Apenas para vivir. Pero no eran lo tanto o poco que le diera, sino su propia actividad y el sentirse útil, lo más importante. Era sentirse como se sentía, y no tanto lo que le diera lo que le daba. Eran dos situaciones distintas y parecidas. Uno tenía, y tenía. El otro, apenitas, y apenas. Pero ambos se sentían. Y era lo más importante. Se sentían forjadores de sus propias realidades. Esto los realizaba. El sólo pensar que ya no sucediera lo segundo, al propio Ruperto le inquietaba. Y el pensar que Teódulo ya estaba llegando a pensar en esa posibilidad era reconocer que ya había que dar paso a otros. Era reconocer que ya sus tiempos estaban cediendo tiempo a otros tiempos. Era reconocer que ya tenían que pasar a un segundo plano. Era un estado psicológico y anímico. Y podría ser fatal, mentalmente, para encontrarle razones al vivir. Representaba un peligro y una realidad.
-- ¿Usted qué haría, señor Ruperto? – preguntó Teódulo a Ruperto, después de haberle expuesto su inquietud y la posibilidad. Esta pregunta era muy comprometedora para Ruperto.
-- ¿Tiene que vender a juro? – Respondió Ruperto, dando con ello implícitamente ya una respuesta negativa, pero no descartando que tenía que responder. El problema era el qué responder.
#9612 en Otros
#2941 en Relatos cortos
amistad familia hogar, vejez soledad viudez miche licor ines
Editado: 02.11.2022