Teódulo

Capítulo 9

 

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        Teódulo ya sabía lo que tenía que hacer. Ruperto, aunque no le había dicho nada comprometedor, le había hecho sentir que lo que se temía estaba a punto de llegar. Se trataba del giro natural de la vida. No se negaba a aceptarlo. Le era duro comprenderlo y asumirlo. Estaba llegando a viejo. Las fuerzas se acaban. Lo que fue, fue. Lo que pudo ser, también. Pero Teódulo necesitaba conversar esa situación con Domitila, su primera esposa. Por eso se había quedado en la casa principal. Para ello había comprado una botella de miche, para quedarse a solas con ella, en la casa que había sido de los dos y todos sus amores. Sus promesas. Sus juramentos. Sus momentos felices. Sus hijos. Tenía que participarle que se hallaba y se sentía sólo. Tenía hijos. Fruto de su amor. Amor de joven. Primer amor y amor de siempre. Alegría de los años mozos.

 

        Ahí estaba Teódulo. En el suelo. En el corredor grande de la casa principal. Miraba a todos lados. Sentía que Domitila lo escuchaba. Reía juguetonamente como siempre lo había hecho. Con su espontaneidad y con su mirada de mujer enamorada y correspondida. Un suspiro hondo y largo, entrecortado, acompañado de lágrimas eran la respuesta que sentía. Lágrimas profundas de hombre enamorado. Lágrimas sufridas de hombre cortado en su amor cuando más necesitaba comunicarle a su amada, todo el infinito amor que tenía en su corazón. El miche con su ardor le quemaba el pecho. Pero lo sentía como un bálsamo suave para su más profunda herida. La necesitaba. Lo necesitaba. Tanto a Domitila como al miche. Domitila le despertaba más su amor. El miche le daba ánimo para darse fuerzas y sentir lo que sentía por ella. No ahora. Siempre. El miche le daba el impulso y el valor para no avergonzarse que pensaba en ella. No tenía por qué hacerlo. Pero el miche le ayudaba a liberarse en su sentimiento y necesidad. Ahí estaba Teódulo. Tenía razones y motivos para estar en la casa principal. Sólo. Acompañado. Sufrido. Sufriendo. Libre. Liberándose. Todo un conjunto de situaciones psicológicas paralelas que lo hacían sentir lo que sentía. Era una obligación. Tenía que hacerlo. Su amada tenía que saberlo primero. Porque la decisión ya la había tomado mientras tomaba con ella y conversaba con ella, en su soledad y en su compañía.

 

        La vida para Teódulo, desde la muerte de Domitila, no había sido fácil. Aunque se había casado por segunda vez, era más por tener presencia femenina cerca de él. No había sido por hechizo, sino por necesidad. Inés era una excelente trabajadora en la casa. Pero, en su caso, la casa estaba muy distante de ser un hogar dulce hogar. La comida a su punto. Todo muy bien. Pero había un toque que faltaba. Teódulo no se había casado con Inés por sus atributos femeninos, sino por sus condiciones para el trabajo. Inés había tenido las esperanzas de que Teódulo cambiaría de parecer al paso de los años. Pero tampoco hacía el esfuerzo para hacerlo cambiar. Tampoco se interesaba Teódulo en que ella buscara cambiarlo. Ambos sabían que Domitila se interponía entre ellos. Y ése era el motivo de por qué Inés se sentía tan mal cuando Teódulo se quedaba en el caserío principal. Porque sabía que se iba a quedar con la otra. Con la que no tenía competencia, pero que tenía todas las de perder. Aunque hubiera ganado si se lo hubiese propuesto seriamente. Porque no hay más ventaja para un vivo que el hecho de estar vivo. El muerto es muerto. Pero para Inés, Domitila, era una rival de mucho mayor. Inés no sabía que tenía todas las de ganar. Estaba viva.

 

        Los hijos de Teódulo no se habían percatado de la permanencia de su padre en la casa principal. Se dieron cuenta de ello al día siguiente. Lo encontraron dormido en el corredor  grande de la casa. Las luces encendidas y el chorro del agua abierta del tanque del patio. Una botella de vidrio de un litro, a un lado. Vacía.

 

        -- ¡Papá! ¡Papá! – llamaba Auxiliadora a Teódulo, a la vez que lo movía de un hombro para que despertara.

 

        -- ¡Papá! ¿Por qué no nos llamó? – le recriminó Auxiliadora.

 

        Teódulo aturdido se desperezó. Volvía a la realidad.

 

        -- ¡Hola, mija! – fue el saludo cariñoso de Teódulo. Y Auxiliadora empezó a hacer fuerza para ayudarlo a levantarse. Ya todo estaba conversado. Decidido. Ahora, era comunicar la decisión y ejecutarla. Le prepararon una sopita para reconfortarle el estómago. Tal vez no era suficiente. Hay momentos en que no es la comida lo que nos sostiene o fortalece. Aquel era uno de ellos para Teódulo. Lo ignoraban sus hijos.




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